Hikikomori

(20/3/2012) No sabemos si tiene algo que ver con el tsunami y sus secuelas, ese apocalipsis disfrazado de radiactividad que azota, con su guadaña insaciable, a los nipones por tierra mar y aire. No lo sabemos.

El caso es que muchos “hijos del sol naciente” han optado en los últimos tiempos por huir del sol y no salir a la calle. Son los hikikomori. Tribu urbana que se extiende por el resto del planeta y que imita en su modo de vivir a los hurones, esos animales expertos en colarse por los agujeros o huras. Nada de los lunes al sol. Los lunes a la covacha del piso.
Hurones sí, que no ermitaños. Hurones, animales que son, como todo el mundo sabe, extremadamente sociables, como los hikikomori, que tienen cientos de amigos virtuales por el mundo virtual. Individuos que huyen o se esconden de la gente real -¡qué asco!- buscando la compañía de la digital que los acoge en su hura-madriguera de apenas ocho metros cuadrados.
Mi hijo-dice la mamá nipona- tiene una novia virtual muy mona, unos amigos virtuales muy formales y pasea todos los días por el ancho mundo virtual haciendo un turismo muy, pero que muy, virtual. Mi hijo es muy feliz, virtualmente hablando, concluye la santa madre.
Y lleva su desayuno, comida y cena, lo único que aún no es virtual -aunque al tiempo-, al agujero tecnológico en el que vive su adorado adolescente de treinta años.
En las catástrofes apocalípticas que han barrido la tierra en su larga andadura y terminaron con especies como la de los dinosaurios, sólo se salvaron aquellos animales que permanecieron en su hura mientras arriba llovían chuscos. Lo saben los hikikomori.
Por eso buscan un refugio imitando a Michael Shannon en “Take Shelter” para resguardarse de la tormenta apocalíptica que ya está aquí. Generación bunker.
No es de extrañar que el movimiento hikikomori haya surgido en Japón, tan azotado por los jinetes del mal que iniciaron su negra y sangrienta carrera con Hiroshima y Nagasaki y que siguen sembrando el terror en el imperio amarillo.
El joven hurón que se refugia en su habitáculo de Tokio tiene, como todos, un miedo atávico al futuro de la civilización. Como todos. Pero él es consecuente y se refugia en su hura-leonera mientras que nosotros inconscientes o temerarios salimos a la calle sin saber lo que nos viene encima. ¡Insensatos!
Es vox populi que queda poco para el fin del mundo. Por eso es mejor permanecer en lo oscuro, lejos del suelo donde todo será arrasado. En el bunker.
Los purgatoris, esos mamíferos placentarios, que vieron desde su agujero como caían los dinosaurius en plena calle y de los que descendemos nosotros (según asegura algún “cerebrito” entendido en temas evolutivos), es el ejemplo a seguir, dicen los hikikomori.
La catástrofe-cósmica que se avecina como nos sugiere Lars von Trier en su “Melancolía”, o como profetiza Werner Herzog en “The wild Blue Yonder”, o como vislumbra Andrei Tarkovski en “Sacrificio”, sólo encontrará preparados, cual vírgenes prudentes, a los hikikomori. Los demás nos quedaremos con cara de poker cuando veamos aproximarse la bola ardiente a punto de impactar sobre nuestra cabeza de homo sapiens, mientras nos desayunamos un chocolate con churros. ¡Descuidados!
La más palpable prueba de que esto se acaba no es que el Calendario Maya nos augure un apocalíptico colofón para el 21 de diciembre del 2012 (justo cuando muchos tomamos las vacaciones de navidad, que ya es mala suerte). No.
La más evidente confirmación de que nos quedan cuatro días y ya han pasado tres más uno es el fenómeno de los hikikomori, esa nueva especie de homo sapiens sapiens que se ha instalado en las catacumbas del vivir esperando ser quien sobreviva a la caida de los nuevos dinosaurios: nosotros.
Para ir abriendo boca les aconsejo que se den una vuelta por el festival Syfy de Cine Fantástico de Madrid y… ¡pasen y vean!. Pasen y vean “4:44. Last Day on Hearth”, de Abel Ferrara o “Hell” de Tim Felhbaum.
Y luego no digan que no les avisé.



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