Hablarse

(20/12/2010) Final de los ochenta o principio de los noventa. No sé. Siempre se me ha dado mal el poner fecha a hechos pasados. Pero recuerdo la anécdota perfectamente. Como si hubiera ocurrido hoy. Habíamos traído a una tía-abuela por primera vez a la ciudad, cuando ya era casi nonagenaria. Nunca había salido del pueblo. Apenas tenía ya movilidad para pasear las calles de la urbe. Por eso aprovechando la terraza acristalada y el sol mañanero, contemplaba la calle desde la balconada de nuestro piso. Un día le pregunté:
-¿Qué tal, tía?
- Bien hijo. Se ven muchas personas por la calle…¡cuánta gente! pero me extraña mucho una cosa…- y colocando bien su toquilla sobre los hombros huesudos puso una cara a medio camino entre la extrañeza y la ironía-.
-¿Qué le parece tan raro?
- Pues que pasan unas junto a otras y NO SE HABLAN…
La anécdota pasó en primavera, pero no sé por qué cuando llega la Navidad me acuerdo de la extrañeza de mi querida tía. Posiblemente sea porque las calles, en estas fechas, están más pobladas que en ninguna otra época del año. Llenas de transeúntes que como diría mi tía, que en gloria esté, no se hablan.
Cada uno a sus asuntos sin importarles la vida de los demás. En la ciudad todos anónimos. Insensibles a los quehaceres de los otros. Acostumbrados a los llantos lastimeros de las mujeres que imploran una limosna en cualquier esquina. Oyendo sus gritos desgarradores, su llanto suplicante y tal vez fingido, como si nada.
-¡¡¡Por favor!!! ¡¡¡Déme algo!!! –clama una mujer joven en la puerta del supermercado implorando una limosna.
Y pasamos sin mirarla, sin hablarla.
No hablarse, en el medio rural, quería decir, entonces y ahora, estar enfadados, reñidos con el otro. No tener relación por agravios cometidos vete a saber cuándo y cómo. Mi tía-abuela pensaba que, en la ciudad, todos estábamos enfadados, reñidos. Que no nos hablábamos, vaya.
- Que dicen que fulano y zutano no se hablan- decía alguien en la botica, allá en el pueblo.
- ¿Por qué? – preguntaba otro.
- Debe ser por las herencias.
Las herencias era el momento crucial en las relaciones familiares. El punto álgido que marcaría la unidad familiar. Hasta ese momento todo el mundo podía llevarse muy bien, pero después…, a saber…
- Que fulano y su hermano se llevan muy bien. Que están muy unidos- decía alguien en la taberna…
- ¿Han partido?- preguntaba burlón el escéptico.
Y partir quería decir heredar.
Hablarse, hablar, conversar era señal inequívoca de buenas relaciones, de amistad, de buen rollito, que decimos ahora. Estar callado, a pesar de lo que dijera el refranero (“en boca cerrada no entran moscas”, por ejemplo) nunca estuvo bien visto. Que hablando se entiende la gente.
Incluso en las relaciones de noviazgo el verbo hablar se conjugaba en positivo.
- Que María la de Petra habla con el muchacho de Antonio.
Y hablar era que iniciaban el noviazgo bajo la estrecha mirada del control paterno. Lo que hoy es, para los amantes, salir juntos, era entonces hablar.
Y los novios, sentados en el poyo, se miraban a los ojos, Y ese mirarse era otra forma de hablar, más profunda, si cabe, que la de hablar por hablar.
Según un estudio de la Universidad de Michigan el chismorreo es bueno para la salud porque reduce la ansiedad y el estrés al generar la progesterona que es la hormona que nos hace sentirnos sociales y no animales solitarios.
Mi tía se había adelantado, sin saberlo la pobre, a los sesudos estudios de la universidad americana.



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