Flores para don Claudio

Fuentesaúco

(10/09/2023) Caminaba despreocupado por el pueblo de Fuentesaúco, en la provincia de Zamora, cuando me topé, en su plaza mayor, con una pequeña estantería con libros usados, puestos a la venta, y que en un lateral anunciaba: “Un niño que lee será un adulto que piensa”.

 El hecho me sorprendió, aunque solo hasta cierto punto, porque estos pueblos de La Guareña zamorana conservan una añeja pasión por el libro, por la cultura, que se remonta a tiempos pasados, posiblemente a los años en los que un hijo de esta tierra, Claudio Moyano, defendió ante progresistas y moderados una Ley de Instrucción Pública que consolidaría el sistema de educación español. Una ley nacional que no era de partido, sino de consenso.

 Claudio Moyano y Samaniego nació en esta comarca -Fuentelapeña y Bóveda de Toro se disputan su cuna-, y en Fuentelapeña está enterrado por su expresa voluntad.

 Sí, en esta tierra de emigración y de abandono nació el responsable de una ley, la Ley Moyano (1857), que mantuvo su vigencia hasta los años setenta del pasado siglo -las líneas fundamentales de esta ley pervivieron hasta la Ley General de Educación de 1970- y que mejoró la situación de la enseñanza en una España que padecía entonces lo que muchos consideraban la peor de las pandemias: el analfabetismo.

  Y la patria chica de don Claudio, La Guareña, fue una de las primeras en subirse al carro de la alfabetización. No extraña que en estos pueblos siempre hayan surgido, como nenúfares en agua estancada, amantes de la cultura: grupos de teatro como “El doctor Manzano” de Fuentelapeña, corales de música como “La coral Saucana” de Fuentesaúco, músicos como los de Guarrate y asociaciones culturales como la de Cañizal de la que les hable en mi anterior artículo.

 No sé quién dijo que en cualquiera de estos pueblos das una patada a una piedra y te surge un poeta. Y algo de cierto debe haber en ello. Son hombres y mujeres ya mayores -los niños son un rara avis en su población- curtidos en el hambre por la lectura desde unos años en los que no había libros que leer o había tan pocos que se prestaban de mano en mano como si fueran el objeto más valioso.

¿Tendrán los niños de ahora el hambre lectora que tuvieron sus abuelos? Seguramente no. La abundancia de platos no aumenta el apetito y el cartel aludido parece corroborarlo cuando tiene que anunciar a pie de calle -o de plaza- los beneficios de la lectura, algo que sus ancestros no se hubieran planteado.

 Dice alguna estadística que no comparto que gracias a la pandemia la gente leyó y lee más. Es posible que quienes siempre leyeron multiplicaran sus lecturas en tiempos de encierro, pero hay una generación, la del “homo videns”, que ha dejado de entretenerse con libros y tendremos que asumir una nueva realidad: el libro que fue parte central en la industria del ocio y el conocimiento en los siglos XIX y XX, ya no lo es. Y hay que aceptarlo.

 Dicen los apologetas del libro que no hay que alarmarse, que desde que el mundo es mundo los lectores siempre fueron una minoría y que la lectura es una vocación que no todo el mundo atiende.

 No sabemos si “un niño que lee será un niño que piensa”, pero sí sabemos que hay algo que no nos dan las pantallas, inmersas como están en la velocidad y la inmediatez, y que sí nos lo proporciona el libro: la calma, el sosiego, la concentración, la reflexión…cualidades que, sin duda alguna, favorecen el pensamiento.

 Cuando abrimos un libro abrimos una puerta misteriosa y secreta, casi clandestina -los libros tienen forma de puerta- que nos conduce a otras casas, a otros mundos, a otros tiempos, a otras culturas; y un libro es como la cuchara, las tijeras, el martillo, la rueda: una vez inventados no se pueden mejorar. Y esto último no lo digo yo, que lo dijo el gran filósofo, semiólogo y escritor Umberto Eco, aquel que escribió El nombre de la rosa.

Abandono Fuentesaúco y me dirijo hacia la autovía. Paso por Fuentelapeña. “El hombre que contribuyó a que tantos aprendieran a leer y a escribir, gracias a la obligatoriedad de la enseñanza,      está enterrado en su cementerio”, pienso. Y me pregunto “¿Habrá flores en su tumba? ¿Flores siempre frescas como las hay en la de Chopin, en la de Elvis Presley y en la de tantos famosos?”

 Vuelvo a Umberto Eco: “El que no lee, a los setenta años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido cinco mil años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”.

 “¿Visitarán los turistas literarios la tumba del hombre que tanto hizo por la lectura y que nos ha hecho vivir tantas vidas? ¿Visitarán la Cuesta Moyano, patria de todos los libreros?”



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