Euforia y decepción

euforias

(10/06/2019) La euforia, ese estado mental propenso al optimismo que visita de vez en cuando a quien no sabe dónde pisa (que de saberlo, otro gallo cantaría), ese chute de fuerza y brío que nos permite soportar lo insoportable, me visitó, alevosa y diurna, tras firmar en la Feria del Libro de Madrid el pasado uno de junio. No era para menos. Firmar por primera vez donde lo han hecho o lo hacen las vacas sagradas del libro o a quienes uno considera vacas sagradas que vaya usted a saber y haber vendido todos los ejemplares que la editorial (pequeña y prudente) había acercado a la capital del reino, era motivo más que sobrado para sucumbir a ese estado engañoso y caduco que llamamos euforia.

 Borracho de entusiasmo (que no de vanidad, no nos confundamos), pasado el fin de semana y ya de vuelta a esta ciudad contada me dispuse a abrir el periódico local que presume, con razón, de ser decano de la prensa española y de haber tenido como director al gran Miguel Delibes.

 Era lunes por la mañana y quería ver la cobertura que el diario daba a la Feria del Libro que, como la madrileña, se había abierto el mismo día en la ciudad que baña el Pisuerga.

 Y entonces llegó lo que les dije. La espada vengadora de euforias y entusiasmos que viaja junto a nosotros para asestar un tajo a nuestra dicha cuando más distraídos estamos. Para que caigamos del caballo cual Saulos arrepentidos. Para amonestarnos como lo hacían aquellos esclavos que acompañaban a los emperadores romanos para frenar su vanidad (aquí sí, vanitas vanitatis) amonestándoles con un “recuerda que eres mortal” que los ponía en su sitio mientras sostenían una corona de laurel sobre su augusta cabeza… Memento mori, memento mori…

 Suponía, en mi ingenuidad, que la sección de cultura, esa que cada día adelgaza más sus páginas, enferma de bulimia y constreñida entre la política y el deporte, habría engordado por fin alimentándose de las novedades de la feria, de escritores llegados de aquí o de allá para rendir pleitesía a sus lectores, de poetas premiados o autopremiados en todos los foros, de entrevistas literarias a los agentes del país invitado (Francia en este caso), de yo que sé…

 Pero no. La sección de cultura, como si  contrariase la ley de la gravedad, las leyes de Newton y todas las leyes de la racionalidad humana, contaba con tres escuálidas páginas mientras que la de deportes lo hacía con doce. Doce vacas gordas frente a tres vacas famélicas que apenas lograban tener visibilidad en el diario.

 ¿Dónde quedaban las noticias sobre la feria del libro que de seguro habían ocurrido mientras yo me desplacé a “los madriles”? ¿Cómo era posible que, una vez terminada la liga de futbol y cuando ningún equipo se jugaba ya nada, el deporte rey contara con más páginas que cultura? ¿Estaba yo en la ciudad que presume de tener al libro como seña de identidad o me habían abducido los alienígenas a una realidad paralela, a una ciudad ágrafa y librófoba?

 Señor director de periódico, cuando usted quita cultura en las páginas de su diario no nos está quitando ningún lujo, nos está quitando analgésicos que aminoren los dolores que nos produce la vida, nos está quitando el martillo que rompe las cadenas que aprisionan nuestra libertad como individuos.

 ¿Tendrá razón el escritor Caballero Bonald cuando asegura que “se acabaron los ideales, los incentivos éticos. El pensamiento económico desplaza  al pensamiento crítico. La cultura está ocupada por futbolistas, cocineros, personajillos famosos y así”?

 Viendo lo que cada día vomitan en nuestro salón familiar todas las pantallas, uno diría que sí. Que Bonald tiene razón. Y que viendo la debacle que está teniendo la prensa escrita tampoco nos quedará París para minimizar esta situación adversa.

  Luego presumiremos sobre que somos una potencia cultural, sobre que disputamos el primer puesto a la cultura anglosajona y de otras glorias por el estilo.

 En Francia, donde alardean menos de cultura, practican con el ejemplo y mientras aquí se cierran librerías allí se rinde culto al libro con el respaldo de una política de estado que aporta trescientos setenta millones de euros a sus instituciones culturales cuando aquí se despachan con un millón.

  Pero seguramente no sea solo cuestión de dinero, sino de sensibilidad por parte de determinados agentes que tienen entre sus manos el cambiar el curso de las cosas para que no todo sea política, deportes, famosos y cocina.

 Alguien tendrá que romper ese bucle que arroja lo que nos hace más humanos (responsables y críticos) a los cascos de los caballos de la barbarie donde tan solo medran las bacterias.



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