Enseñando los dientes

poderosas

(10/09/2024) A nada que se hurga en los recovecos de la historia comprobamos que el número de mujeres que salen del olvido aumenta de manera exponencial. Desde Enheduanna -primera autora conocida en la historia de la humanidad-, pasando por Hipatia de Alejandría -filósofa y maestra neoplatónica-, Hildegarda de Bingen -personalidad influyente, polifacética y fascinante-, Sofonisba Anguissola -precedente de muchas mujeres artistas-, Teresa de Jesús -escritora y fundadora de conventos-, Clara Campoamor -trabajadora incansable hasta conseguir el sufragio femenino en España- y un largo etcétera, son muchas las mujeres que, como les digo, se añaden cada día a la nómina de luchadoras que destacaron desde el saber o desde el poder.

 A esta nutrida lista habría que añadir a una reina, Urraca I de León, que luchó contra su propio marido, Alfonso I “El Batallador”, por sus derechos dinásticos; que fue la “primera reina de pleno derecho que ha habido en León, España y Europa” y que reivindicó el papel de la mujer en una época, la Edad Media, donde tan difícil resultaba hacerlo, según nos demuestra Isabel San Sebastián en su novela La Temeraria.

 Y ya metidos en harina, permitan que les hable de otra dama, cuya existencia ignoraba hasta hace pocas fechas y que tuvo un importante papel en ese mundo en tránsito que fue el paso de la España visigoda a la España musulmana.  Me estoy refiriendo a Egilona, mujer de Don Rodrigo, último rey visigodo, y esposa, tras morir este, del primer valí de la Península Ibérica Abd al-Aziz ibn Musa (Abdelaziz). Mujer que desempeñó un papel importante en la política de los primeros años del siglo VIII y a la que las fuentes árabes señalan como Egilona reina de Hispania. Mujer que, sin embargo, ha pasado a la historia como traidora por partida doble: para los musulmanes porque intrigó para que su marido se separase de Damasco y para los cristianos por haberse casado con un infiel. Mujer, en fin, formidable, denostada, maldecida por unos y ocultada por otros.

 Llegados a este punto habría que preguntarse si estas mujeres poderosas son la excepción que confirma la regla del poder masculino o si son la norma. El historiador José Soto Chica que ha novelado la vida de Egilona en Egilona reina de Hispania defiende que, lejos de ser la excepción, el poder femenino fue la norma en más ocasiones de las que sospechábamos y que entre Egilona que abre la Edad Media e Isabel de Castilla que la cierra (curiosamente dos mujeres) podemos encontrarnos con mujeres poderosas como Blanca de Castilla, Berenguela I de Castilla -nietas de Leonor de Aquitania-, la aludida Urraca I, o las reinas consortes godas Gosvinta, Baddo y Liuvigoto; o las sefardíes Hafsa Bint Hamdun, destacada poetisa con grandes conocimientos en medicina, o Lubna de Córdoba bibliotecaria del califato cordobés.

 Mujeres poderosas que no son un invento del siglo XXI, ni fruto del feminismo imperante en nuestros días, sino que están ahí, porque como dice Soto Chica: “hay una necesidad casi enfermiza de inventar a la mujer, pero la mujer ya está inventada y es fundamental en la historia”.

 Las mujeres, lejos de lo que se nos quiere hacer creer, también “enseñaron sus dientes” e hicieron del poder su territorio, aunque, en ocasiones, tuvieran que pagar un alto precio por ello.

Y viendo esta nutrida nómina de luchadoras, uno piensa que qué pena. Qué pena que su lucha apenas llegara a nuestras madres, abuelas, bisabuelas, etc. entregadas como estaban a todas las tareas y a todos los cuidados. Aunque bien mirado, aquellas mujeres que tenían que ir a trabajar en el campo o como criadas, lavar en el río y ocuparse de hijos y viejos, amén de otras tareas, fueron también unas feministas sin saberlo, unas precursoras de esa secular lucha por ganar espacios prohibidos durante siglos.

Pienso en esto mientras veo cada mañana la envidiable complicidad de un grupo de mujeres, jubiladas ya, que se toman su café mientras planifican la próxima salida al monte o el próximo viaje a la ciudad de Pérgamo. Sus abuelas, sigo pensando, ni siquiera sospecharon que sus nietas podrían tomarse un café algún día y hablar sobre lo divino y sobre lo humano lo mismo que hacían los hombres en la taberna.

 Hemos tardado demasiado en cuestionar al padre de la filosofía, a Aristóteles, que aseguraba que la mujer era un ser incompleto y que tenía menos dientes que los hombres. Con lo fácil que le hubiera sido, como dijo el Nobel de literatura Bertrand Russell, salir del error pidiendo a su señora que mantuviera la boca abierta mientras él contaba los dientes.

 Pero no lo hizo. Estaba demasiado enfrascado en sus filosofías.



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