En busca del origen perdido
(9/1/2011) Me llaman al móvil. Compruebo preocupado que se trata de una de esas voces hispanas, femeninas, aterciopeladas y acariciantes, que me hacen ofertas de móviles o me invitan a cambiar de plataforma digital un día sí y otro también. Autistas ante mis réplicas o argumentos, casi siempre. Estoy a punto de cortar la comunicación. Pero aguanto. Menos mal. Se trata de una mujer argentina que busca información sobre el pueblo del que salió su abuelo en un lejano 1918. Mi pueblo. Me pide una entrevista en las dos horas que pasará por la ciudad, antes de partir hacia Barcelona, y me ofrezco gustoso al encuentro.
Cada vez son más las personas de la América hispana, donde emigraron tantos españoles en las primeras décadas del siglo XX, las que quieren saber sobre la tierra de sus ancestros. Esos hombres y mujeres que nunca olvidaron su pueblo cuando tuvieron que marchar a ganarse el pan a lugares lejanos y que derramaron la nostalgia y la añoranza, acumuladas durante tantos años, sobre sus vástagos.
Algunos nunca volvieron.
Ahora son los nietos y bisnietos, favorecidos por la aldea global en que se ha convertido nuestro mundo y como si se tratara de una deuda contraída con sus abuelos, quienes vienen a cumplir la vieja promesa del retorno al santuario del que un día marcharon sus parientes.
Conozco a un argentino que pide, con urgencia, fotos del interior del templo donde su abuelo fue sacristán. Otro que suplica vídeos de la ermita donde su abuela en su niñez y primera juventud rezó y siguió rezando toda su vida desde miles de kilómetros de distancia. Otro que ha traído las cenizas de su padre a descansar en el terruño del que nunca se fue del todo.
- El abuelo se pasó la vida hablando de su pueblo -comentan ante la sorpresa de quienes no entendemos tanto celo, tanta melancolía- ¡Siempre quiso volver!
Hay algo común en todas las historias que escribe la emigración: la idealización del lugar de partida, el embellecimiento del recuerdo tan consustancial a la distancia y a los años primeros donde todo es divino. La infancia. En la infancia se vive, después se sobrevive que dijo alguien. La infancia es la patria del hombre que dijo otro. Y ellos hicieron del territorio de su niñez el paraíso perdido al que siempre quisieron retornar.
Los nietos que vienen para vivirlo y contarlo -y comprobar de paso la distancia que marcan los sueños- ya no pueden devolverles el regalo de lo que han visto. Muchos ya han muerto, como dije. Escépticos ante el enorme trecho que media entre lo que les contó el abuelo y lo visto por estos pagos, apenas se preocupan por el paisaje, que a ellos les resulta ya tan extraño como al abuelo le resultaron en su día las tierras de ultramar. Preguntan, eso sí, por el apellido y los posibles parientes que, cobardemente, se quedaron aquí prefiriendo la miseria y el hambre al riesgo de cruzar “el charco”.
- En el ayuntamiento he visto el registro de nacimiento de mi abuelo. Ya sé quienes eran sus padres y los hermanos que se quedaron y que ya han muerto, pero ¿podría decirme algo sobre la historia de su pueblo?
Y en ese “su” pueblo compruebo el trecho que marca la generación nueva que ya ha enraizado en otro lugar de la aldea global. Cosas.