El Quijote y la neurasténica

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(10/5/2016) Si la literatura y el humor hacen buenas migas, al decir de Fernando del Paso, flamante premio Cervantes de literatura, ¿qué decir de la literatura y la medicina? Pues que también.

El poder curativo de los libros lejos de ser una entelequia o un invento de los nuevos tiempos lleva siglos saliendo al Campo de Criptana, adarga en mano, para desfacer los entuertos que acarrean los males del cuerpo y del alma.

Y no me estoy refiriendo a los libros llamados de autoayuda que sirven, según dicen, para gestionar las emociones y apartarse de los seres tóxicos. No. Tampoco a los que proponen controlar el diálogo interno como “Ser feliz en Alaska”, “El arte de no amargarse la vida” o “las gafas de la felicidad” todos ellos de Rafael Santandreu. Ni siquiera a los que procuran desarrollar la emocionalidad y la felicidad como el recientemente publicado por Julio Alfaro “Mateo y el camino de la felicidad”. Tampoco.

Me refiero al libro cuya lectura ha sido recomendada por médicos y físicos para curar males del cuerpo o del alma. Como el Quijote, por tomar un ejemplo de plena actualidad.

La escritora Carme Riera, nos contaba en un reciente artículo la sorpresa que le deparó una noticia hallada en la hemeroteca de “La Vanguardia” fechada el 12 de junio del año 1904. Contaba el rotativo que el doctor Doch Bridman, del círculo científico de Londres, certificó cómo una señora cubana que padecía neurastenia curó su mal tras leer cuatro veces el Quijote.

-Doctor padezco de neurastenia. Me duele…

-¿Dónde?

-Aquí, en el alma.

-Pues lea cuatro veces el Quijote. Y si no cura su alma al menos erradicará uno de los peores males: la ignorancia.

La literatura como terapia o Literapia o Biblioterapia se inició ya en el antiguo Egipto, que es donde se gestó casi todo y donde las bibliotecas se conocían como “casas de la vida”. Costumbre que siguió con los griegos (en la puerta de sus bibliotecas figuraba esta advertencia: “Este es un lugar para la curación del alma”) y los romanos y llegó hasta la Edad Media con la sana costumbre de leer textos sagrados cuando alguien se sometía a la temible cirugía.

Luego llegaría, ya en el siglo XIX, el doctor Benjamin Rusch y sus recetas lectoras para superar depresiones y fobias, y más tarde los médicos estadounidenses recomendando sesiones de biblioterapia a los soldados heridos durante la Segunda Guerra Mundial para que curaran los traumas adquiridos durante la reyerta.

Como vemos tanto Cervantes, como Shkespeare, como Flaubert, como tantos escritores han sido utilizados para labores terapéuticas con resultados excelentes. También Proust.

El filósofo Alain de Botton con su obra “Cómo cambiar tu vida con Proust” ha fundado una librería en Londres, “The School of Live”, donde recomienda y exalta el poder curativo de los clásicos.

Y es que si hacemos caso a Manuel Freire-Garabal, profesor en la Universidad de Santiago “los libros te transportan a una realidad mágica y te ayudan a sobrellevar mejor el dolor”.

Uno, que es un recién llegado al mundo literario y que nunca pensó que sus libros curaran a nadie o sirvieran para algo más que para un sano entretenimiento tuvo que sorprenderse cuando le dijeron que una de sus obras, concretamente “Valladolid con ojos distintos” estaba siendo utilizada como recurso memorístico y lúdico en un centro para personas que sufren la enfermedad del Alzheimer.

Todos estamos enfermos de algo porque todos tenemos un libro interior que debemos descifrar para no caer en enfermedades varias, según dijo Proust. Y a ello nos ayudan los libros.

En un artículo anterior que titulé “Libros y terapia” ya traté este tema y a él remito a los lectores interesados en profundizar en tan curativo asunto.

Para terminar permítanme que les relate una anécdota que alarga el poder curativo de los libros hasta las puertas de la misma muerte. Libros como viático para el buen morir.

Cuentan que miles de jóvenes del campo de concentración de Theresienstadt, antes de ser conducidos al de Auschwitz, asaltaron la biblioteca del campo para llevarse como viático el libro de su poeta preferido.

Aquellos libros les inmunizaron seguramente contra el odio hacia sus verdugos y contra la desesperación ante una muerte segura. Que no es poco.



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