El pregón

(10/5/2009) Uno de los acontecimientos más importantes a los que se asoma la ciudad de Valladolid cuando la primavera se instala junto al Pisuerga es la Feria del Libro. Para la ciudad, que presume de haber visto pasear  a Cervantes y de contar con una pléyade de “primeras espadas” en la literatura en castellano, el evento se vive con pasión contenida y comedida (ya saben que no somos un pueblo de grescas ni algaradas).
Recibí la invitación del señor alcalde para acercarme al Ayuntamiento a oír el pregón que pronunciaría Ángela Vallvey Arévalo, prestigiosa escritora en castellano, ganadora de premios de relumbrón y traducida a más de diecisiete idiomas (como ustedes ya sabrán todo escritor que se precie ha de contar con ambas experiencias en su currículum, haber ganado un premio importante y ser traducido a otros idiomas).
El salón de recepciones del Ayuntamiento estaba tomado por todo un ejército de periodistas que impedían la entrada a los pocos invitados que nos habíamos acercado con la puntualidad debida. Estaban tremendamente ocupados en preparar sus equipos, estudiar la posición de sus cámaras, las posibilidades acústicas del entorno y otros detalles que a los que nos somos del oficio nos resultan desconocidos y desconcertantes.
En mi inocencia había pensado que una vez hubieran llegado los asistentes terminaríamos, por la simple superioridad numérica, echando a los muchachos de la prensa y adueñándonos de los espacios que en buena lid nos pertenecían.
Pero las cosas estaban muy lejos de ocurrir como yo las imaginaba. Tras permitirnos el paso como quien te hace un favor, los periodistas siguieron movilizando sus efectivos por todos los rincones de la Casa Consistorial como “Pedro por su casa” hasta que llegó la pregonera.
Aturdido miré a mi alrededor y comencé a tener la preocupación que experimento cuando voy a un acto importante y me siento más sólo que la una. Los asistentes podían contarse con los dedos de la mano y los periodistas, no sé si como fruto de sus osados movimientos, parecían multiplicarse por ciento. Disparaban sus destellos por todos los rincones, señalaban con sus largos micrófonos al gaznate de la escritora como si estuvieran a punto de degollarla, dejaban caer sus pesadas mochilas sobre el entarimado para correr hacia el objeto de sus desvelos, colocaban un trípode aquí, otro allá y otro acullá como si aquellas fueran las últimas imágenes de la humanidad ante la inminente llegada del Apocalipsis.
Pensarán ustedes que las cosas cambiaron al iniciar la escritora el pregón. ¡Inocentes!
Salieron de salas ocultas y rincones ignotos los políticos del municipio en número más que abundante y se colocaron en las posiciones ventajosas para que de soslayo las imágenes a la escritora les permitiera salir al día siguiente en los distintos medios.  Espoleados ante la llegada de los políticos, conscientes de poseer “patente de corso” y sabiendo bien a las claras lo que se esperaba de ellos, los de la prensa siguieron descargando sus armas, disparando a diestro y siniestro, ¡flis!, ¡flas!, ¡flis! ¡flas! Como les cuento.
Cuando la escritora llevaba leído más de medio pregón recogieron sus bártulos y de forma estrepitosa abandonaron la sala. Su sala.
Nunca tuve tan clara la frase que inmortalizó Marshall McLuan: “El medio es el mensaje”.
Ah!, y como no me moví, no salí en la foto.



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