El Palacio de La Ribera

(19/6/2009) Acaba de aparecer ante el ciudadano como aparece la osamenta de un viejo mamut a los ojos del arqueólogo. Como un viejo cascarón de proa que hubiese vomitado el río tras una pesada digestión de siglos. El palacio de verano del rey Felipe III, el Palacio de la Ribera, ha surgido ante paseantes y mirones como un viejo fantasma. Como un aparecido que se resistiese al ingrato e inevitable olvido de los hombres y de la historia. Todos sabíamos que había estado allí, pero nadie -o casi nadie- pensábamos que aún estuviera allí. Y estaba. El Palacio de la Ribera que señoreó la Huerta del Rey en la ciudad de Valladolid ha tenido, tras un largo calvario de maltrato y olvido, su particular resurrección. No es mucho lo que queda pero como dice el refrán “quien tuvo retuvo”y ahí están los restos de aquel viejo palacio de los austrias. ¡Ay si esas piedras hablaran! ¡Cuántos placeres regios presenciarían! ¡Cuántos galanteos bajo su techo! Por no hablar de los excelentes cuadros que colgaron de sus paredes, de sus riquísimos bufetes, de sus lujosas estancias, de sus cerámicas de Faenza, de sus ventanas con cristales desmontables que solamente se colocaban cuando asistían los reyes, de las alhajas de su capilla y de tantas y tantas maravillas como encerraron los muros recién descubiertos.
Ha aparecido “entre la maleza de la orilla selvática” que diría Francisco Umbral en su Balada de Gamberros. Maleza que ha preservado del expolio definitivo lo poco que se ha encontrado tras el secular abandono. Pero ahí estaba.
Poco o casi nada queda de aquel esplendor que hizo exclamar a viajeros como Baltasar de Monconys -visitó la ciudad en 1628- “la casa es toda de ladrillo, en la cual hay dieciséis estancias adornadas de bellos y ricos cuadros diferentes”. Por no hablar de sus fuentes alimentadas con el agua del Pisuerga gracias al Ingenio de Zubiaurre que bombeaba el agua desde el río y que fue admiración y asombro de cuantos visitaban la ciudad.
Una pared en sillería y una estancia construida en ladrillo servirán para que escolares, jubilados y curiosos se asomen desde el otro lado del río a la historia de la ciudad.
El resto habrá que seguir imaginándolo: un patio con corredores porticados, una pinacoteca impresionante, un excelente zaguán, un salón de trucos, un oratorio, una magnífica escalera, un sector llamado la Galería Verde. Y ya en el exterior: un coso para espectáculos; jardines de traza italiana con fuentes, laberintos y pajareras; un bosque para practicar la caza menor; un parquecillo y una flotilla de góndolas y galeras para pasear y cruzar el río.
“No era un palacio magnífico pero sí bastante suntuoso” ha dicho Miguel Ángel Martín el arqueólogo que lleva a cabo el proyecto.
La Asociación Amigos del Pisuerga está de enhorabuena. El río que con tanto trabajo limpian y embellecen -la ciudad tiene una deuda impagable con ellos- podrá presumir a partir de ahora de río palaciego. Él, que vio como en 1761 se permitía desmantelar aquel suntuoso palacio para que sus piedras y azulejos se utilizaran en otros edificios. Él, que tanto sabe de derrumbes y expolios.
En el libro “Valladolid ¡si yo te contara! La ciudad en la magia de sus números” quise hacerme eco del penoso trance que hubo de soportar el río:

“Palacio de la Ribera
dieciséis bellas estancias.
Para llorar tu derrumbe
Pisuerga no tiene agua”.

Hoy Pisuerga habrá enjugado algo de su secular llanto. Ya era hora.



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