El libro y el joven

antonio

(10/03/2018) Tengo que reconocer que cada vez me fijo más en los pequeños detalles, en minucias y pequeñeces a las que dada su insignificancia nadie presta atención. Me ocurre en los museos. En esos santuarios del arte, abarrotados de belleza, tengo la tendencia a fijarme en aquello que casi nadie ve o en lo que pocos consideran relevante dada su nimiedad. Debe ser la edad. Lo reconozco.

 Me pasó hace pocos días en Venecia mientras admiraba el Palacio Ducal y sus magníficas salas abarrotadas de ostentosos techos. Mientras todo el mundo contemplaba boquiabierto la riqueza cromática de los frescos, su belleza de línea y la armonía en la composición, se me iba la imaginación hacia los artistas sudorosos, manchados de pintura, tumbados allá arriba, casi ciegos de tanto mirar al techo para que los dogos y sus invitados hablaran o bailaran bajo aquellos cielos.

 A veces, después de mirar muebles de caoba, espejos napoleónicos o lámparas fastuosas, me da por fijarme en los vigilantes de las salas que, cansados y aburridos, consultan el móvil (sustituto de los libros que antes llevaban), ajenos a tantos turistas que, como niños sorprendidos en día de Reyes, repiten los mismos gestos, las mismas manías un día sí y otro también.

 Y en los cuadros me pasa lo mismo. Cuando contemplo un óleo que trata de la crucifixión, por ejemplo, mi mirada vagabundea tras los detalles que esconde el cuadro y que nada tienen que ver con la angustia de la Virgen, la crueldad de los soldados o la actitud dispar de los ladrones Dimas y Gestas. Tampoco con la riqueza de colores o con la destreza del dibujo del afamado pintor que lo representó. No. La vista se me va hacia detalles nimios como el martillo, los clavos, las tenazas y demás instrumentos abandonados en el Calvario, bajo la cruz. O en las sandalias que llevan los personajes del cuadro, que por supuesto son las que llevaban los hombres y mujeres de la época del pintor y nada tienen que ver con los tiempos de Jesús.

 Y entre tanto detalle, los ojos se me van tras los libros. No puedo remediarlo. Por eso me encantan los cuadros de los padres de la Iglesia o de aquellos santos que llevan entre sus manos espléndidos ejemplares primorosamente decorados, con herrajes para sellar su lectura a los simples, a aquellos que carecían de la sabiduría necesaria para poder interpretar las escrituras. Son libros que harían las delicias de un anticuario o de un librero de viejo.

 Caminando hacia la Biblioteca Marciana para admirar el breviario Grimani, obra maestra del arte de la miniatura del Renacimiento, rodeado de “Tizianos”, “Tintorettos” y “Veroneses” que empequeñecen al resto de pintores que atesora el Museo Correr de la capital del Véneto, se me fue la mirada hacia un pequeño cuadro al que pocos prestaban atención (en uno de esos momentos de saturación ante tanta belleza en el que ya nadie mira nada). Pero ya les he dicho que esto no es mérito de quien escribe, sino defecto o manía que me persigue desde hace años y que aumenta con la edad.

 El cuadro, según afirmaba la leyenda adjunta al mismo, se atribuye a Antonio Leonelli de Crevalcore y lleva por título Ritratto di giovane fidanzato o sposo. La pintura representa a un joven de perfil, con gesto altivo y en actitud pensativa que luce un hermoso gorro carmesí a juego con sus ropajes. Un personaje de finales del quattrocento que con el poder y el dinero suficientes había podido costearse lo que pocos podían: un retrato con el que pasar a la inmortalidad.

 Arriba les he puesto el cuadro en cuestión para que ustedes juzguen.

  Pero lo que me llamó la atención no fue la pose envarada del joven, tampoco el paisaje marítimo que se aprecia al fondo del retrato, lo que capturó mi atención fue el hermoso libro que el pintor coloca en primer plano y sobre el que descansan un anillo y una perla.

El libro colocado antes que el encumbrado personaje, seguramente algún aristócrata, burgués o excéntrico potentado como les dije, parecía encerrar un mensaje encriptado. Era como si Crevalcore, o quien fuera el autor, le hubiese comentado al retratado “joven eres muy importante, pero el libro es más importante que tú, por eso está en un primer plano para que no lo olvides” o “joven no olvides que tu posición y tus dineros te lo han dado la sabiduría que adquiriste en los libros”. Algo parecido a los que hizo siglos después Velázquez con Las Meninas colocando un perro en posición privilegiada, junto a enanos y personal de servicio, echando a los reyes al fondo del cuadro como si fueran niños castigados por su maestro.

 Hoy, cuando tanta tecnología conspira contra el libro, presos como estamos de la dictadura de la imagen, bueno será recordar aquellos tiempos en los que el libro era el protagonista.



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