El enojo del quejoso

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(20/2/2015) Que la queja dio siempre buenos dividendos a quienes supieron utilizarla en provecho propio es algo fácilmente demostrable. Su rentabilidad ha sido tanta que no es de extrañar que el presidente de una comunidad autónoma, rica y siempre quejosa por aquello de los agravios históricos, insistiera a los de otra menos favorecida a que cultivaran la “cultura de la queja”.
-¡Tenéis que quejaros! -les decía- si no lo hacéis no tenéis derecho a llorar vuestro abandono.
Alentada por este u otros políticos, la queja ha subido muchos enteros en los últimos año hasta copar los titulares en prensa, radio y televisión. Si nos fijamos bien muchos debates y noticiarios televisivos son sólo eso: quejas de todo y por todo.
Por si cae algo, una subvención por ejemplo, nos quejamos de que llueva o nieve, de la sequía, del resbalón en la acera, de la gripe, del tráfico y hasta del hecho de haber nacido o de haberlo hecho en momento y lugar poco o nada propicios. Que ya es quejarse. ¡Piove! ¡Porco governo!
Hace pocos días, en entrevista radiofónica, un importante y reconocido escritor se quejaba de haber nacido justo en los años en los que el franquismo iniciaba su andadura. Ya es mala suerte, decía, que para una vez que naces lo hagas en un país que inicia cuarenta años de dictadura.
El escriba por lo que se ve hubiera preferido haber nacido en cualquier otra época de la historia y por supuesto en otro país.
Puesto a darle ideas yo le diría que sí, que tiene razón, que seguramente hubiera sido mejor haber nacido en otro tiempo. En la España de principios del siglo XX, por ejemplo, para tener que emigrar a Argentina u otro país ante la hambruna endémica que se le vendría encima, o, de no hacerlo, enfrentarse a lo que vendría más tarde: la gripe española que diezmó la población en 1918, el desastre de Annual -en el que perecieron más de diez mil españoles en 1921- o, ya puestos, vivir los “buenos tiempos” de la guerra civil española.
Y esto sin cambiar de patria ni de siglo. Porque puestos a cambiar de país, por eso de buscar otro mejor ante el oscuro panorama que suponía vivir la postguerra, por qué no hacerlo aquí cerca, en Europa, en cualquiera de los países que sufrieron la Gran Guerra -Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, etc.- para formar parte de la carnicería que supuso aquel enfrentamiento (ocho millones de muertos y seis millones de discapacitados). O nacer al concluir esta para llegar con veintitantos años a “disfrutar” de la Segunda Guerra Mundial y encontrarse él o alguien de su familia entre los más de cuarenta millones de muertos.
Por no hablar de haber nacido judío en Polonia, o disidente en la URRS de Stalin, o simplemente chino cuando la Gran Hambruna de Mao.
Difícil encontrar patria donde nacer en el siglo XX.
Nuestro querido escritor que formó parte de la gauche divine, movimiento formado por intelectuales de la burguesía catalana, tiene derecho a quejarse de que “le nacieran” dónde y cuándo no quería, pero debería andarse con mucho cuidado a la hora de elegir patria si se lanza al ruedo de la vida.
Ser turista en el tiempo y elegir destino para nacer es muy pero que muy arriesgado. Es como salir de Málaga para entrar en Malagón o, para entendernos, salir del fuego para caer en las brasas.
Hoy mismo, la lotería que es el nacer, te puede llevar a ver la primera luz en cualquiera de los países subsaharianos (con el “salto de altura de la valla” como asignatura obligatoria en sus escuelas), o en el México del Estado de Guerrero, o entre los hambrientos de Somalia, o entre los explotados y esclavizados en tantos países del mundo.
Decía el historiador y crítico social Thomas Carlyle que “nunca debe el hombre quejarse de los tiempos en que vive, pues no le servirá de nada. En cambio, en su poder está el mejorarlos”.
Pero la flema británica no tiene nada que ver con el cabreo español.
Yo, lejos de templar gaitas del tipo “no te quejes que es peor”, o “no será para tanto, hombre” fomentaría una Asociación de Quejosos Irredentos (AQI) para oficiar cada mañana en el altar de la protesta la liturgia sagrada del victimismo. Y en el retablo sagrado, ante quienes vomitaran desahogos, agravios, lamentos y quejas, escribiría con letra mayúscula y en lugar bien visible una frase de Séneca: “Sin razón se queja del mar el que otra vez navega”.
A ver si se enteran.



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