El día internacional de los museos

(20/5/2010) Lo tengo claro. El peor día para visitar un Museo, cualquier museo, es el Día Internacional de los Museos. A la vista está. Si cualquier día del año estos lugares son menos visitados que un cementerio en noche tenebrosa, dicho día se convierten en un oscuro objeto de deseo para un público entusiasmado y capaz de aguantar colas y colas para ver lo que se tercie, que para eso lo han pregonado en el telediario.
El Consejo de Europa que es quien ha auspiciado dicha iniciativa, debe saberlo: el problema de un Museo no es llenarlo de objetos (¡¡hay tantos!!), el problema es llenarlo de visitantes.
Y este día lo logra. ¡Vaya si lo logra!
- ¡Marido, que dicen las noticias que es el día Internacional de los Museos.
-¡Si! ¿y qué?
- Pues que podíamos ir a ver el Nacional de San Gregorio.
- Pero mujer, si tienes todo el año para verlo, y sin hacer cola…
Pero no hay tu tía. El sufrido esposo irá a dicho Museo o al que se tercie a sufrir las ansias de la espera y los codazos de los impacientes, incrédulo ante lo que ven sus ojos: el éxito que tiene cualquier cosa que se convoque desde los noticiarios.
Recuerda, mientras acude al matadero, el nefasto día que se le ocurrió ir a los madriles a ver una exposición sobre Velázquez en el Museo del Prado. Tras pasar la mañana y la tarde haciendo cola, se quedó sin ver nada de nada. Que lo habían dado en el telediario y acudieron al tendido hasta los vecinos que viven enfrente. O sea media España.
Cuando llega a San Gregorio, horrorizado ante la longitud de una cola que zigzaguea hasta la Casa del Sol y tras convencer a la parienta de la inutilidad de la espera, opta por ir a la Sala de Exposiciones que se vende con un titular interesante: “Man Ray. Genio del siglo XX”.
En la Sala de Exposiciones de la Iglesia de La Pasión, una apasionada guía (como no podía ser menos) se dirige a un escaso público que apenas entiende sobre las genialidades del americano nacido en Filadelfia. De vez en cuando, la licenciada, rompe el monólogo de su sabiduría e interroga a sus oyentes en un intento de lograr un diálogo inteligente. Pero nada. Nadie osa responder a las imprevistas preguntas de la asesora. De Ray lo sabe todo ella. Sólo ella.
- Porque ¿saben lo que dejó escrito en su lápida? -pregunta la joven.
(Silencio en el público, ella mira con descaro a diestro y siniestro. Casi todos bajan la cabeza. Al fin, alguien balbucea: “su nombre”).
- Pues no. No dejó ni su nombre ni las fechas al uso. Sólo dejó escritas estas palabras: “Caótico, pero no indiferente”.
Y todos asienten como diciendo pues qué tontos, y mira que era fácil.
Tras contemplar y admirar la obra de quien inició las vanguardias que se desarrollarían en el siglo XX, revolucionando el mundo del arte; tras pasar por los cinco periodos de creación del artista: Ridgefield, Nueva Cork, París, Hollywood, París; nuestro héroe decide ir a tomar, con la santa, un café con leche. ¡Qué menos, tras la ingesta de tanta vanguardia!
Cuando llega a la barra ve que los camareros, agobiados, reparten su misericordia a toda una pléyade de manos que protestan, furiosas, la tardanza.
- Aquí, también cola -se queja nuestro hombre-, ¿donde está la maldita crisis?



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