El correo del ¡zas!

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(20/1/2015) El género epistolar que nutrió la literatura amatoria y costumbrista de cualquier época -la carta más antigua que se conoce está datada en Babilonia hace cuatro mil años- ha sufrido un duro revés con la irrupción de la revolución digital.
En nuestro tiempo ya casi nadie conjuga el verbo cartear y pronto “carta” pasará a formar parte del diccionario de las palabras olvidadas por desuso, como trilla, como hoz, como tantas…
Escribir una carta, esa conversación civilizada que dijo alguien, fue siempre todo un acto de entrega y valor, un pulso a la generosidad, porque cuando te carteabas, entregabas a otra persona algo que te identificaba y te reflejaba a un tiempo: opiniones sobre distintos asuntos, sentimientos dispares, actitudes ante la vida, etc.
La carta era el lugar donde el remitente se mostraba desnudo ante su destinatario en la creencia de que nadie más leería esa carta, de que nadie accedería a conversación tan privada..
Las cartas de amor que escribimos en su día quienes peinamos canas, espoleados por la ausencia o la distancia -¿quién no escribió cartas durante la mili?-, ya no se utilizan como recurso amatorio entre los enamorados. Prefieren la inmediatez, superficialidad y negligencia que les proporcionan los e-mails, las redes sociales o el whatsapp. Amores líquidos que se alimentan de mensajes superficiales e imprecisos cargados de emoticones. Textos breves e insulsos enviados a golpe de tecla, ¡zas!
El telégrafo y su parquedad semántica fue, en su momento, un aviso de lo que se nos venía encima y las tarjetas postales el modo de paliar, por un tiempo, la desaparición de algo que precisaba del tiempo y el pensar: las cartas.
Incluso las cartas que recibimos o enviamos en las fiestas navideñas, las tarjetas de Navidad, no dejan de ser un breve formulario de buenas intenciones donde ya nadie o casi nadie alarga su historia familiar contando algo que vaya más allá de un genérico deseo: “Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo”.
Tras las cartas a los Reyes Magos y las que nos llegan, de momento, de los bancos para confirmar nuestra pobreza, pocas cartas anidan ya en nuestro vocabulario postmoderno y tecnológico. Pocas llegan ya a nuestros buzones.
Por eso uno agradece, de vez en cuando, sumergirse en la correspondencia que mantuvieron en otros tiempos aquellos que han pasado a la celebridad. Como la que se dio entre los escritores austríacos Joseph Rot y Stefan Zweig a lo largo de una década (1927-1938) y que ha editado recientemente la editorial Acantilado, o las que mantuvo el nobel español Santiago Ramón y Cajal, recopiladas por Juan Antonio Fernández Santarén, y que nos permiten llegar a captar la imagen real, la esencia y las características más humanas de un personaje como don Ramón.
Gracias a la numerosa y variada correspondencia que mantuvo el gran neurólogo español nos estremecemos ante su opinión sobre las causas del bajo nivel de nuestra investigación –enfermedad al parecer crónica- cuando le escribe a Luis Araquistáin “el cerebro español aplastado por la inquisición durante siglos no pudo elaborar estudios completos sobre los grandes problemas de la filosofía”; o el remedio que, en carta a Joaquín Costa, da para superar esa maldición histórica “hay que instituir una aristocracia de la virtud y del saber”; o el pesimismo que le embarga cuando dos días antes de su muerte escribe a uno de sus discípulos “tengo el convencimiento de que he perdido cincuenta años de trabajo en mi vida”. ¿Cómo hubiéramos podido saber estos profundos conocimientos, estas humanas preocupaciones de no haber sido por sus cartas?
Asomándonos a la nutrida correspondencia que Cajal mantuvo con científicos, escritores, artistas, políticos, filósofos e instituciones -también con humildes particulares que solicitaban su ayuda- uno entiende la personalidad de un gran hombre más allá de su contribución científica. Y comprende mucho mejor el tiempo que le tocó vivir pues la correspondencia es el mejor cuadro costumbrista para saber sobre cualquier época.
Y luego están las cartas de amor, como dije más arriba, que ya casi nadie escribe y que tanta poesía encerraban, pues el enamorado escribe desde lo más profundo de su sensibilidad, desde las vísceras del alma.
Cartas como las que se cruzaron dos grandes de nuestra literatura: doña Emilia Pardo Bazán y don Benito Pérez Galdós y que permiten estudiar la evolución del enamoramiento con sólo asomarse al encabezamiento de las cartas de Emilia: “Mi ilustre maestro y amigo” (1883),…,”Miquiño mío del alma” (1889).
Todos los que escribimos cartas de amor en su día nos vemos reflejados en las palabras de la escritora gallega y la comprendemos pues el enamorado es como un niño y su lenguaje adquiere en ellas los más altos niveles de ternura, inocencia y candidez “Pánfilo de mi corazón, rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos tan dulcemente de literatura y de Academia y de tonterías. ¡Pero antes te morderé un carrillito!
Y es que las cartas de amor “se escriben sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho”- que dijo Rousseau.
La “Carta al padre” de Kafka, las “Cartas a la hija” de Madame de Sevigné, las “Cartas a su hijo” de Lord Chesterfield y las “Cartas a un joven poeta” de Rilke están entre las obras maestras del género epistolar, sin olvidar la numerosa correspondencia que se conserva de Voltaire (18.000 cartas) o de Emily Dickinson (1.049 cartas), entre otros.
Algo difícil de lograr en el moderno correo del ¡zas!.



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