Don Benito el Garbancero

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(20/12/2020) Galdós se remueve en su tumba. El año Galdós, su año, pasa sin pena ni gloria (con alguna representación escénica y apenas lectores) enmarañado en pandemias que no cesan (víricas y morales) y en políticas sectarias contra el idioma.

 Uno de los más grandes escritores en español (para muchos el segundo, tras Cervantes), el candidato a Nobel que no logró el premio por una campaña de desprestigio de sus propios compatriotas (algo muy español), ve cómo en vez de leerlo, que es el premio con el que sueña todo escritor, algunos quieren conducirlo al plató de Sálvame Deluxe para que cuente sus amores con la Pardo Bazán (hay una obsesión enfermiza en encontrar y publicar su correspondencia amorosa, larga y pasional).

 “Solo mis amores interesan” se queja, desde su tumba, el considerado por muchos críticos como el Balzac español (¿o es Balzac el Galdós francés?).

 Don Benito Pérez Galdós, el hombre que comprendió Madrid desde un prisma completo, humanista, generoso y enamorado, tal como apuntó Laila Ripoll directora artística del teatro Fernando Fernán Gómez al presentar el ciclo Desembarco Galdós en la capital del reino, comprueba como Madrid y solo Madrid parece acordarse de sus escritos.

 Porque Madrid era y es mucho Madrid, como escribe Andrés Trapiello en su obra Madrid presentándonos una ciudad chispeante y creativa, acogedora y mestiza, donde no hay charnegos ni maquetos, ni se pregunta por el origen de quien llama a su puerta. Una ciudad que celebra la diferencia, oficia el desarraigo y practica el nomadismo.

 Don Benito que tan bien supo reflejar en su obra la vida madrileña dijo que Madrid era “un pueblo grande y pequeño”. Un pueblo, añado yo, que no se entiende sin la pintura luminosa y costumbrista que nos legó Galdós con su literatura.

 En un intento de conmemorar el centenario del fallecimiento del escritor, compré a principio de año Torquemada en la hoguera, una de sus cuatro novelas (Las novelas de Torquemada) sobre este avaro madrileño que, de haber justicia literaria, debería ser tan universal como el de Moliére.

 Junto a don Francisco Torquemada (que alardeaba de ser descendiente del célebre inquisidor) aparecen en la novela personajes inolvidables, retratados con la maestría con la que solo un gran escritor sabe hacerlo. Entre ellos José Bailón “clérigo que ahorcó los hábitos, echándose a revolucionario y a librecultista…vivía en Chamberí, según la cháchara del barrio, muy a lo bíblico, amancebado con una viuda rica que tenía rebaño de cabras y además un establecimiento de burras de leche…”, y otros que adornan la novela.

 Grande ha sido mi sorpresa cuando he comprobado que, en el año Galdós, los Teatros del Canal de la villa y corte (siempre nos quedará Madrid) llevan desde este viernes programando Torquemada, la tetralogía con la que Benito Pérez Galdós arremete contra la avaricia, en “uno de los títulos esenciales paras entender la grandeza de Galdós” en palabras de Juan Carlos Pérez de la Fuente responsable de  su puesta en escena.

 Ahora que llega la Navidad y que tanto teatro escenifica Un cuento de Navidad  de Charles Dickens, donde brilla el avaro Ebenezer Scrooge, bueno sería recordar que el avaro más grande, el más universal -de haber nacido en otra parte, claro-, es el de Galdós. Pero nació aquí en una nación que no se quiere, llena de complejos y que nunca supo defender sus grandezas. Pena.

 El avaro galdosiano, sí. El mejor a pesar de su carácter despreciable y rancio, a pesar de su obsesión por el dinero y su olor a cebolla, a pesar de su ambigüedad que nos lleva a despreciarlo, unas veces, y a compadecerlo, otras. O tal vez por eso. Quizá por eso sea el mejor. ¿Quién dijo que el mal o el bien fueran absolutos?, ¿quién olvidó los grises?

 Escribir sencillo, narrar con la voz del pueblo, lo consiguen pocos escritores. Uno de ellos fue Galdós. Pocos como él supieron reflejar en sus escritos el olor a cocido del español de a pie.  El ¡cocidito madrileño! que cantara Pepe Blanco.

 Valle Inclán que consideraba a Galdós como “un creador del idioma” le nombra, en Luces de Bohemia, don Benito el Garbancero. Insulto que era común entre los escritores que le envidiaban. Don Benito seguramente sonrió ante el insulto. Sabía que estaba en España donde para decir que algo es muy bueno (y él lo era) se suele decir que es envidiable.

 Por la boca (del idioma) muere el pez.



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