Del Río San Marcos

julios

(30/07/2019) Me ha ocurrido pocas veces. Tan pocas que se podrían contar con los dedos de las manos y, aun así, sobrarían dedos. Pero siempre he quedado profundamente conmovido. Me refiero a esas personas que te abordan en la acera, inician un saludo cortés, te miran a los ojos como si te conocieran de algo e inician una charla contigo.

 Por supuesto que no son vendedores de nada, ni gente que está mal de la mollera. Tampoco los típicos charlatanes que, animados por el alcohol, te abordan sin permiso en la barra de cualquier bar. No. Son gente mayor que tienen algo interesante que contar (con el paso de los años la biografía de cada cual, adornada por los recuerdos, se hace interesante) y que pasados los tiempos de los filtros mentales y los convencionalismos sociales, te abordan y te cuentan, todo lo resumida que pueden (saben que tienes prisa, que no te fías de su sonrisa bonachona), su vida y milagros.

-Buenos días amigo -me espeta un hombre de ochenta y tantos, bien vestido y con cara de buena persona mientras me mira como esperando que le reconozca.

-Buenas, ¿le conozco de algo?

 Luego el hombre se disculpa, y como está sobrado de labia me dice que le gusta saludar a la gente, que no entiende el anonimato de la ciudad, que él nació en un pueblo y que allí era distinto (bien dicho ese “era” porque ahora los pueblos son como pequeñas ciudades) y que él es el que figura en el portalón metálico que tengo enfrente y que reza: Taller Mecánico Julio del Río (por razones obvias he cambiado nombre y apellido).

 Le digo que encantado Julio, que es cierto lo que acaba de decirme sobre la hosquedad, el desconocimiento y la falta de relaciones, que en la ciudad estamos cada vez más solos a pesar del mucho gentío y que yo también soy de pueblo.

 A partir de ahí asisto a un monólogo de quien, como dije, tiene una biografía interesante y necesita contarla: niño durante la guerra civil, su padre en la cárcel por haber dicho “Viva la República” en zona equivocada (no le fusilaron gracias al cura del pueblo), visita al padre preso en la cárcel de la ciudad (la madre y él con tan solo cinco años en un burro para traerle la muda y algo de comer), ausencia de escolaridad hasta los trece, mientras trabaja aprende a leer y escribir y tras muchos esfuerzos compaginando oficio y estudios consigue hacerse empresario.

 Como dije una biografía interesante como la de tantos hombres y mujeres que, nacidos en los años previos a la contienda civil, lograron salir adelante con inteligencia y esfuerzo. Incluso a tener éxito profesional a pesar de las muchas dificultades que tuvieron que afrontar.

 Muchos de ellos crearon empresas que hoy llevan sus hijos y que lucen, en enormes trazos para que el mundo se entere, el nombre y el apellido de aquellos pioneros. Eran años anteriores a las franquicias y a los anglicismos que hoy pueblan los rótulos de cualquier empresa. Eran los tiempos de “Pescadería Hernández”, “Industrias Gerardo Gómez”, “Vinos Viuda de Ángel Casado” o “Taller Mecánico Julio del Río”. Rótulos que van desapareciendo a medida que lo hacen sus dueños, pero que marcan un antes y un después en el mundo empresarial, aquel mundo de antes de la globalización cuando sobrevivían los más capacitados, los más trabajadores, los más creativos. Tiempos en los que el único marketing conocido era el propio nombre, seña de calidad que había que mantener y acrecentar.

 Aprendí mucho de Julio. De su vida y milagros (él, como tantos, había contribuido al milagro económico español del que luego nos beneficiamos todos), pero lo “mejor” estaba por llegar.

-Salí adelante, a pesar de que solo tengo un apellido.

-No le entiendo Julio, ¿un apellido?

Luego tras volver a pedirme perdón por entretenerme tanto rato me confesó que su madre  nada más nacer fue abandonada junto a la iglesia del pueblo y que como no se supo quiénes eran sus padres la pusieron el apellido del santo titular de aquella iglesia (pongamos San Marcos para entendernos).

  -Ya sabes, -me dijo con los ojos húmedos- el señorito que se acostaba con la pobre criada o la hija del rico que lo hacía con el obrero del que estaba enamorada. En ambos casos eran relaciones sin futuro. Había que casarse con alguien de la misma collera, decían entonces. Ellas ocultaban el embarazo y cuando parían entregaban el fruto de sus amores al hospicio o lo abandonaban en la puerta de la iglesia. Eso hicieron con mi madre.

 Noqueado y tambaleante como boxeador derrotado por puntos, me despedí y continué el paseo.



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