De Cañizal a Zorita de la Frontera

Cañizal-Zorita

(30/10/2020) Hay días en los que ocurren cosas que nos hacen pensar. Me pasó hace pocas fechas. Dediqué la mañana, como suelo, a poner en formato Word las memorias de mi padre, que dejó un manuscrito sobre sus años de infancia destacando los acontecimientos que le resultaron más impactantes y me encontré con alguna sorpresa:

“Año 1934….¡Cómo recuerdo aquel día en el que mi padre me dijo “mañana vamos a Zorita de la Frontera a buscar el carro nuevo. Lo han terminado de hacer”! Muy pronto, de mañana, montado cada uno en su mula marchamos a dicho pueblo. Estuvimos allí todo el día. El carretero nos invitó a comer. En aquellos años era algo extraordinario comprar un carro nuevo…”.

 No sigo relatando estas sabrosas memorias de una época que apenas reconocemos incluso los más viejos, pero que tienen un enorme valor costumbrista, tan solo hacer hincapié en el hecho de que en el mundo rural, hasta hace apenas sesenta años, las distancias se recorrían andando o sobre animales, que lo hacían por motivos de compra o venta y que había un conocimiento de los caminos y las cañadas que hemos perdido quienes nos movemos con GPS.

 Cañizal que es mi pueblo y el de mi padre se halla a más de treinta kilómetros de Zorita de la Frontera, y aquella distancia (unas seis leguas) que ahora nos resulta insignificante suponía para ellos todo un día de viaje.

  Ya por la tarde, me pongo en contacto con un familiar que vive en Basilea.

 Le mando un wasap interesándome por su salud y la de los suyos en estos tiempos de pandemia y me responde con una llamada de teléfono: “estoy en el huerto, me dice”. Como ve que me intereso por su actividad como hortelano y por el lugar donde la realiza, al punto se ofrece: “espera que te hago una video-llamada”.

 Y ahí nos ven, Yo, sentado en mi habitación en esta ciudad del Pisuerga, dedicado a mis escritos, él, en su huerto en la histórica ciudad Suiza a más de mil cuatrocientos kilómetros, (más de trescientas leguas), los dos admirando los tomates y otras verduras que cada día recoge para completar su cocina.

 Mi padre murió en el año 2009 y pudo disfrutar de las enormes ventajas que nos ha aportado la tecnología. Recuerdo su rostro entre asombrado y perplejo cuando me veía hablar con unos familiares que tenía en la Argentina. “Antes las cartas tardaban meses en llegar y a veces ni llegaban” me decía con el gesto de quien veía un prodigio, casi un milagro, en la comunicación instantánea que podíamos realizar con lugar tan alejado.

 Pero mi padre no llegó a ver la ventaja de la video-llamada, esa televisión en directo que llevamos en el bolsillo para ver cualquier cosa en cualquier lugar del mundo.

 Por eso, como les dije más arriba, el viaje de mi padre en mula desde Cañizal a Zorita de la Frontera acompañando al suyo con tan solo once años, por una parte, y la contemplación del huerto de mi primo allá en Basilea, por otra, me hicieron pensar sobre lo que suponen las distancias en la revolución tecnológica en la que estamos inmersos.

 Hoy, pensé, ya no nos damos ni siquiera el tiempo de extrañar a alguien. Todos estamos a un clic de distancia.

 Y en un alarde de ciencia ficción hacia el pasado me imaginé a mi padre, en esa edad en la que hoy cualquier muchacho maneja el móvil mejor que un adulto, buscando en el mapa de Google la distancia a la que se hallaba Zorita, el recorrido más rápido para llegar a este pueblo, la calle en la que se encontraría la carpintería con el carro nuevo y, ¿por qué no?, llamando al carretero por video-llamada para que les mostrara el carro y comprobar que los varales, el tentemozo y las volanderas (rodajas de hierro que se colocaban como suplemento en el eje para sujetar las ruedas) estaban en el lugar adecuado. Sobre todo las volanderas, aquellas piezas que, tal como escribió mi padre, el carretero ponía para que sonaran y la gente se fijara en la belleza del carro salido de su establecimiento.

  En el manuscrito mi padre recuerda que soñó aquel viaje con la misma ilusión que hoy, cualquier niño, sueña con la excursión de fin de curso o con un viaje a Disneyland París.

 Seguramente si hubiera conocido, gracias a nuestros artilugios tecnológicos, aquel lugar, su entusiasmo hubiera decrecido, porque el viaje, cualquier viaje lo completamos con la imaginación y ésta siempre es muy superior a la realidad que nos espera a la llegada.



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