Con ojos de turista

(10/8/2012) Como cada año, cuando el calendario arroja a los pies de los caballos del tiempo la mitad de su lastre, vuelvo a la ciudad de mis veranos.
La ciudad antigua que se acicala cada invierno para sorprenderme y que se ha inventado mil argucias para seguir enamorándome.
Pero apenas lo consigue ya. ¡Pobre!
Son muchos estíos de convivencia, de deambular por todos los rincones de su cuerpo, de pasar mis manos por su piel pétrea y salobre y de oler su vieja sabiduría fenicia. Demasiados para la sorpresa y el entusiasmo de un amante cansado.
Decido seguir a unos turistas y adentrarme en sus ojos, en sus miradas. Es la única forma de salvar mi matrimonio con la ciudad de mis ocios. De seguir admirando el pose que me cautivó cuando la vi por vez primera.
El turista recién llegado se sorprende ante cualquier menudencia que se le presenta, cualquier bagatela capta su mirada, cualquier minucia le hace sonreír. Pienso.
El turista es un niño grande con chanclas que no se cansa de mirar.
Como el personaje de aquel cuento, el turista transforma la paja en oro gracias al telar de su mirada.
Les sigo e imito sus idas y venidas, sus paradas, sus trotes y sus cansancios. Su eterno retornar al mismo punto, siempre perdidos en la ciudad del mar, siempre sorprendidos por naderías: look!
look!
Y los turistas, mis turistas, se paran hipnotizados ante la figura de un hombre que, inmóvil, vence la gravedad en la plaza mayor. Yo, que siempre pasé de largo , ajeno a sus argucias, le miro con sus ojos y capto la belleza del hombre en el pedestal de aire. Y como ellos le arrojo unas monedas para forzar su movimiento y demostrar que no es de piedra.
Más allá se sorprenden ante quien debió ser una soprano en otra vida y que ahora llena el aire tórrido de julio con sus alaridos. Confieso que estuvo allí otros veranos. Seguramente todos los veranos. Tantos, que ha enraizado en la avenida. Pero yo la había ignorado.
Ahora, en los ojos de mis turistas, disfruto con esta reencarnación de María Callas y dejo en su platillo parte de mi calderilla.
Avanzamos. Junto a la catedral, calesas y caballos esperan clientes a quienes pasear por el hermoso casco antiguo. Son las mismas calesas, los mismos caballos, desde que se inventó el turismo en la ciudad que fue mora. Pero mis turistas no parecen haberlos visto en su vida. Los caballos son, para ellos, seres mitológicos, pegasos que nunca hubieran tenido al alcance de su mano, animales de alguna especie extinta y recién aparecida. Acarician su lomo, se asoman al cielo de sus ojos y les susurran palabras de amor.
Y yo, por momentos les imito y también les digo cosas tiernas y ya olvidadas en mi escaso vocabulario equino.
Más allá, la catedral con su magnífica portada, con su impresionante rosetón…y, mis turistas, lanzan hacia sus muros toda una descarga de destellos, de miradas que la acribillan mientras la hacen virtual…Como ellos, disparo mi móvil.
Mis turistas avanzan. Lo hacen a trompicones, pues de tanto mirar hacia lo alto, se olvidan de que tienen pies.
Junto a la catedral se sumergen en la tienda de recuerdos. Y el viejo bazar que contiene toda la fruslería del mundo, todo el oropel del orbe, se convierte ante mis ojos, que son los de mis turistas, en cueva de Aladino repleta de tesoros que hay que adquirir a cualquier precio.
Casi sin darme cuenta me he metamorfoseado en uno de mis turistas: llevo chanclas, tropiezo por doquier incapaz de dejar de mirar a todas partes y pueblo mis ojos niños con la música y los colores de la ciudad amurallada.
La vieja ciudad vuelve a encandilarme. Mis ojos, que se habían alejado de su rostro incapaces , por la costumbre, de captar su embrujo, miran embelesados todo cuanto ven.
Hipnotizado, vuelvo a caer en las redes que me tiende la ciudad del mar.
Compro un clavel a la gitana que siempre esquivé y que tantas malaventuras me propinó en anteriores veranos y lo arrojo al aire. Va por tí, vieja y querida ciudad de mis veranos.



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