Cifras y pulpos
(30/19/2023) Todo se reduce a cifras. Todo son matemáticas, que diría alguien. Perseguimos la exactitud de las cifras para reforzar nuestras certezas, nuestras seguridades. Para que no nos quede la menor duda.
Pero si alguien duda -algo por lo demás, tan consustancial con nuestro tiempo- no pasa nada. Se suelta una cifra y asunto resuelto.
“¿Cuál es la edad del universo?” -se han preguntado desde que comenzaron a razonar los sapiens-, “14.000 millones de años”, -responden los científicos-. Y el sapiens se echa a dormir tranquilo. Por fin una certeza.
“¿Cuánto durará nuestro amor?” -se preguntan los enamorados tan dados a sublimar su historia y a pensar que el destino los ha unido para siempre-, “hasta 15 meses” -les responde la neurocientífica Sara Teller que ha publicado un ensayo que lleva por título Neurocuídate (Aguilar 2023)-. Y asunto concluido.
El cóctel de “drogas” que se libera con el enamoramiento dura hasta 15 meses. Un año y tres meses para ser exactos. Y menos mal. De durar más, asegura la señora Teller, nadie podría sobrevivir a semejante chute, al subidón hormonal del enamorado, a las palpitaciones y taquicardias continuas, a los altos niveles de dopamina. Sería peligroso para la salud.
“Cuánto mide el amor. Cuánto el silencio/ cuánto mide una vida/ aproximadamente” se preguntaba el poeta Fernando Beltrán, y la doctora Sara le responde con una cifra exacta, tan exacta que asusta.
Más que la frialdad de las cifras asusta su exactitud. Apenas se utilizan ya expresiones que las acoten como “alrededor de”, o el indefinido “unos”, lo que otorgaría alguna esperanza de perdurabilidad a los amantes. El “hasta” que incluye la neurocientífica expresa un límite en el tiempo. Un hasta aquí hemos llegado. Un punto y final en el camino.
No es lo mismo asegurar que el enamoramiento dura “alrededor de quince meses” o “unos quince meses” -donde puede aumentar o disminuir-, que decir “hasta quince meses” o “como máximo quince meses” -donde ya, por decreto, no se podrá superar la dicha de ese “tiempo tan feliz que nunca olvidaré y aquel cantar alegre del ayer”, que cantaba Gigliola Cinquetti mientras nos dejaba enamorados y aturdidos durante quince meses.
Así que ya lo sabe señor enamorado. Su enajenación es cosa de quince meses como máximo, luego habrá que hablar de otra cosa: amor, compañerismo, amistad, costumbre…
Aun así, bendito subidón, bendito peligro, dirán ustedes.
Cuentan que Alfred Nobel no instauró el Nobel de Matemáticas entre sus premios porque, al parecer, estaba resentido con el matemático Gösta Mittag-Leffler -candidato a recibir dicho galardón- por haberle quitado una novia.
Y es que al final a nadie le gusta -y menos si has inventado la dinamita como Alfred Nobel- que le quiten esos quince meses de borrachera. Que le priven de ese estar en las nubes, de ese ver las estrellas, de esas explosiones neuroquímicas de endorfinas en el cerebro que no son de dinamita, pero casi.
Dice también la doctora Teller que hay daños colaterales durante esa obnubilación que es todo enamoramiento, y que no todo iban a ser cohetes. Al parecer se reduce la parte frontal del cerebro que está relacionada con la razón. Esa parte, que alguno ya la trae reducida de fábrica, está relacionada con la causa de que muchos pierdan el juicio cuando se enamoran y que lo hagan de la persona equivocada, dando pie al dicho aquel de nuestras abuelas que, ante chica guapa con chico feo o viceversa, murmuraban aquello de “hay ojos que se enamoran de legañas”.
No sabían aquellas santas que en ese amor ciego e irresponsable había una causa física, una momentánea pérdida de la capacidad de razonar de nuestras entendederas, un se me ha ido el santo al cielo que dura hasta quince meses.
Algo, por lo demás, que ya sabían los griegos que lo inventaron todo, también al dios Eros -Cupido para los romanos- con los ojos vendados y disparando flechas -las flechas del amor- sin ningún tino, a tontas y a locas, para justificar el desmadre amoroso y la pérdida de juicio en época de celo.
Pero estábamos hablando de cifras y de la necesidad que tenemos de reducirlo todo a dígitos para tener alguna certeza. Así que ya puestos, sepan ustedes que para ablandar un pulpo como se debe, hay que arrearle treinta y tres golpes, tantos como los años de Cristo. ¡33! Ni uno más, ni uno menos.