Autor de silencios

(10/5/2013) La ignorancia es atrevida. La sabiduría tímida y pusilánime. Callada.

Una serie de observaciones me han llevado a una conclusión cuestionable pero firme: quienes tienen una idea excelsa del arte, del oficio, suelen abandonar el hecho creativo o ni siquiera lo intentan. Un terror escénico e irracional les incapacita para iniciar la obra para la que se hallan preparados hasta la superdotación.

Siempre me dio que pensar la esterilidad que produce en los mejores la excelencia imaginada o presentida como inalcanzable.

Todos conocemos a personas que sin estar capacitados o estándolo muy poco para ejercer determinados trabajos o responsabilidades, se lanzan al ruedo de la osadía sin los miedos ni los temores que a otros atenazan. Patanes que se atreven a figurar en cualquier circo y que no se sonrojan ante nada, ni ante nadie. Arrojados.

Mientras, otros mejor preparados o preparados de forma excelente, se lo piensan tanto que terminan por no decidirse.

Pongamos un oficio que lleva implícita una gran responsabilidad: la paternidad.

Por doquier vemos a padres dotados de una gran ineptitud para el cargo que, atrevidos, han llenado su casa de vástagos que terminan criando o malcriando. A saber.

Y otros, a los que uno considera preparados y con un alto nivel en las aptitudes necesarias para lo mismo, que han optado por no traer hijos al mundo.

Lo mismo pasa en otros gremios. Y por supuesto en el de los escritores.

Conozco sabios en literatura, grandes lectores, excelentes críticos y profundos conocedores de los hilos que conforman la gran literatura universal, que no se atreven a escribir un libro. Es tan alto, en ellos, el listón de la excelencia literaria que no se ven capacitados para el oficio de escritor. Mudos y paralizados ante lo excelso, les ocurre lo que a esos videntes que, cuando se hallan ante la imagen santa, entran en un estado de hipnosis que los inmoviliza y los anula. O como al enamorado incapaz de articular palabra cuando por fin, tras agónicos años de espera, se halla ante su amada.

Entre los grandes entendidos en literatura, hay uno que podría sentar cátedra en cualquier tertulia de letraheridos y escribir la mejor novela del mundo o casi, si se lo propusiera. Me refiero a Manuel Cambronero.

Este sabio del libro, con el que comparto ciudad y poco más, podría escribir sin problemas, dada la cultura literaria que atesora, aquello que se propusiera: ensayo, narrativa, cuento … Pero como dije más arriba, es tan alta la consideración que tiene sobre el arte literario que ello le impide, seguramente, lanzarse al ruedo de engendrar un libro. Una obra.

Desde que conocí a Manuel, siempre me he cuestionado cómo he osado escribir libros mientras él, a quien muchos consideramos un maestro de la literatura, no ha escrito ninguno. Y siempre me he juzgado culpable.

Son esos misterios de los que les hablé antes. O quizás tenga que ver con la timidez paralizante de los sabios y con el atrevimiento ignorante de los demás. Quizás.

Se presenta ante los medios de comunicación como librero. Y sí. Manuel es un librero, pero no en la vieja acepción de quien se dedica a la venta de libros, sino de aquella que no recoge el diccionario y que se refiere al que sabe de libros, al que los saborea, al que los ama con pasión desmedida.

Manuel es un librófilo hasta la perversión.

En la Feria del Libro de la ciudad que compartimos, Manuel Cambronero presenta a Luis Landero autor de una obra fundamental en la narrativa española: “Juegos de la Edad tardía”. Y pienso, mientras escribo, que de la misma manera Luis Landero podría presentar a Manuel Cambronero que no es autor de nada pero que tiene en sus adentros la obra literaria más grande jamás escrita.

Porque Manuel, como todos aquellos que buscan y persiguen la excelencia, el ideal inalcanzable, el “plus ultra” de las letras, la eterna Arcadia, suele vestir el traje adelgazante del pudor y se rocía con el perfume de los escrúpulos que le incapacitan para lanzarse a escribir la obra maestra que tiene en su adentros, en su alma de libro. De librero.

Siempre he pensado que el mejor escritor, el más grande, es y será siempre un autor sin obra. Es aquel que dotado de unas cualidades excelsas, no ha osado ni osará jamás escribir un libro. Ese libro que, por excelente, se niega a ocupar el puesto vacante en cualquier biblioteca y que duerme su existencia en la mente de sabios como Manuel Cambronero.

Porque la obra de los grandes tiende hacia lo mínimo, hacia lo invisible, hacia el silencio. Hacia la nada.

Y quien tiene en su cabeza una obra maestra -y es un sabio- la guarda para sí, incapaz de exponerla a la contaminación de la palabra.



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