Aprovechando…

PIGORR

(10/02/2023) Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid…y que en mi artículo anterior les hablé de cuentos; aprovechando que hay un relato que resultó ganador del concurso de Cuentos de Navidad organizado por el Servicio de la Tercera Edad del ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz y que su autor hubiera  cumplido cien años justo dentro de  tres días (nació el 13 de febrero de 1923); aprovechando que el escritor de dicho relato respondía por Luis Torrecilla Estévez y que, entre otras muchas cosas, era también mi padre; aprovechando, en fin, la amabilidad de ustedes y que es de buenos hijos acordarse de sus padres (y más en fecha tan redonda), les presento aquel cuento que él, agricultor jubilado natural de Cañizal en la provincia de Zamora, carente de formación académica, pero muy aficionado a la literatura, escribió allá por el año 1994: El pigorro.

 Que aproveche,

EL PIGORRO

  Seguro que te preguntarás: ¿qué es un pigorro? Si observas mi historia, estoy seguro de que lo adivinarás. Miguel Hernández les llamó niños yunteros.

 Érase una vez un niño, de una familia humilde, muy querido por sus padres.

 Nació por los años 20. Apenas cumplió 10 años tuvo la desgracia de perder a su padre. Su madre, viuda, sus tres hermanas y un solo abuelo eran toda su familia.

 Muy cerca de su casa había una casa que tenía una gran hacienda con fincas y ganado. La madre viuda entró en esa casa a trabajar en los trabajos domésticos. Como si fuera un don bajado del cielo o como si al niño le hicieran un gran favor, entró este niño con solo 10 años a trabajar como pigorro. “Puede ir a la escuela” le dice el ama a la madre.

 Desde el día que entró en la casa dormiría al lado de las bestias. Desde este día se acabarían sus juegos y sus amigos. El pigorro tenía que hacer todos los menesteres de la casa, tales como cuidar el ganado, limpiar las cuadras, traer el agua, poner la lumbre, escardar, vendimiar y ordeñar la vaca. Siempre deprisa. Un trozo de tocino y un rebojo de pan entre las manos para poder llegar a la escuela. Como la mayoría de las veces llegaba tarde, el maestro no le dejaba pasar. Después de correr tanto volvía muy triste para encerrarse en las cuadras. Un día el niño, esclavo de su destino, se acercó a la mesa del maestro y le dijo “Don Pepe no puedo volver a clase. Yo estoy de pigorro y siempre llego tarde”. Entonces empezó a llorar. El maestro se enterneció y le dijo: “Ven cuando quieras. Tú no tienes que tener permiso para entrar”.

Los días festivos y todos los días llevaba las yeguas y vacas al prado del común y por la tarde les echaba de comer y las recogía. Ya en las cuadras ordeñaba las vacas. Después de cenar marchaban los mozos a dormir a casa y el pigorro tenía que esperar hasta las 10 de la noche para dar el último pienso a las mulas. Así un día y otro. Esta es la faena de un pigorro. El sueldo, solamente la comida.

Algunos ratos, los domingos, iba a ver a su abuelo. Él le daba confianza para poder seguir y él le hacía la cayada para cuidar el ganado, le arreglaba las albarcas. Un día, el abuelo le regaló una cartera de cuero, hecha por él, con alguna perra chica y perra gorda de 5 y 10 céntimos que tenían la esfinge del rey Alfonso XII.

 Los meses de noviembre y diciembre los animales no iban al prado del común. Por eso todos los días, antes y después de salir de la escuela sacaba la yegua a la era con sus muletos.

 Era el 24 de diciembre de 1934. El pigorro, como siempre, fue a cuidar de la yegua y los muletos a la era. Muy cerca de la era una carretera y a 15 kilómetros un pueblo: Cantalpino. Entre la carretera y la era, una ermita donde se guardaba la Virgen de la Cruz, patrona del pueblo.

 Hacía frío. El pigorro se arrimaba a la pared de la ermita, se tapaba con una manta donde guardaba su merienda. Este día era espléndido, el sol brillaba con fuerza en el cielo. Sobre las once de la mañana, el pigorro se paseaba por la carretera, se entretenía jugando a algún juego propio de su edad.

 Acariciaba con sus manos la cartera que le regaló el abuelo repleta de perras que él esperaba gastar al día siguiente, día de Navidad. Cogió una moneda y la tiró al aire. En aquel momento pasó a su lado un niño de su misma edad. El pigorro cogió su moneda. Entablaron las palabras que suelen decirse los niños: “¿Quién te da las perras?”. “Mi abuelo”. Y preguntó: “¿De dónde eres?”. “De Cantalpino”. “¿A dónde vas?”, “A tu pueblo a pedir limosna. Mi padre no tiene trabajo y somos muchos hermanos” respondió el niño. Se despidieron sin decir más palabras y el niño entró en el pueblo. El pigorro siguió jugando. Llegó la hora de comer. El pigorro se sentó en su manta y se dispuso a comer su merienda.

 Pasaron dos horas. Regresó el niño de Cantalpino. Desató un fardel donde guardaba unos rebojos de pan duro; dinero no traía ni una sola perra… Estaba muy triste. Al pigorro le dio mucha pena. Él ya había comido su merienda.

 Pero el niño no había comido nada. Sin pensarlo más, sin tiempo a reflexionar, cogió su cartera, junto con sus pequeños ahorros, y se la dio al niño de Cantalpino. El niño extrañado no la quería coger pero el pigorro le obligó y se la hizo coger. Como se hacía tarde, se despidieron y el niño de Cantalpino marchó por la carretera. Se le hacía tarde, tenía que andar 15 kilómetros y llegaría a la noche para pasar la nochebuena con su familia.

 Se fue pasando la tarde, el sol se ocultó a lo lejos, la brisa se fue poniendo fresca. La ermita se abrió para dar paso a unas mujeres que llegaron a rezar el rosario. El pigorro cogió la yegua  y montó en ella y, con sus muletos detrás. Llegaron a la cuadra. Arregló a los demás animales, llegó la nochebuena. Era la única noche que el pigorro podía cenar y dormir en familia, por eso el ama le tenía preparado lo que se llamaba la colación. Consistía en unos pocos garbanzos, una morcilla, un chorizo, un trozo de tocino, higos, nueces y con todo esto metido en una cesta, llegó el pigorro a su casa para celebrar en familia la Nochebuena. El pigorro estaba muy contento y muy feliz por haberle regalado su cartera con sus ahorros al niño de Cantalpino.

¿Eres tú aquel pigorro?



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