Abuelos caramelos

(20/9/2012) Confieso que siempre defendí a los abuelos. Cuando alguien protestaba por el exceso de mimos y por la abundancia de caprichos con la que “malcriaban” a sus nietos, siempre los defendí. Lo confieso. Mis argumentos, dictados por el sentido común, tranquilizaban mi conciencia al creer ajustado mi diagnóstico. Son los padres los que han de poner límites y marcar territorio, los abuelos, decía, están para relajar tanta disciplina, tanta norma paterna. Los “abus” -proclamaba seguro- son el otro lado de la educación, necesario en cuanto la complementa. Permisividad frente a autoritarismo, flexibilidad frente a rigidez, complacencia frente a desagrado, abundancia frente a estrechez… Y me quedaba tan tranquilo.

Pero esta mañana me he tropezado con algo que me ha hecho replantearme mis convicciones y ha quebrado mi vieja filosofía educacional. ¡Vean!

Imagínense un niño ya crecido enrabietado y preso de todas las furias porque su mamá le ha castigado con no comprarle una chuchería -actitud materna digna de elogio en los tiempos que corren-. Sigan imaginando que llega la abuela y quiere saber qué le ha pasado a “su angelico”, y que la madre, contrariada, le responde que su “niñito” la ha llamado repetidamente “jilipollas”. Y tras imaginar la escena pásmense con la respuesta de la abuela:

-¡Pobre mi niño…tienes razón, cariño, mamá es una jilipollas!, ¡esta vez tienes razón, cielo, mamá es una jilipollas!

Lo que les digo.

Abunda por ahí un tipo de abuelos que, jubilados poco después de hacer la mili -las prejubilaciones en este país han dado para escribir todo un tratado de sociología-, se sienten con todo el derecho del mundo de poner en práctica su teoría pedagógica de dar a los nietos todo aquello que a ellos les faltó. Que para eso los crían.

Cómodamente instalados entre los bisabuelos -demasiado viejos- y los padres -demasiado jovencitos, inexpertos y sin tiempo para cambiar los pañales- los abuelos se convierten en los verdaderos “educadores” de la nueva prole que algún día nos desgobernará. ¡Al tiempo!

Son los amos de la casa. Los señores de la crianza, los reyes de la tribu. Y como quien paga exige, nada pone freno a sus ansias de llenar los bolsillos de sus nietos con chuches, regalices, caramelos, nubes, gominolas… Ellos son -y presumen de ello- la otra cara de la moneda, el “poli” bueno de la película. Que los padres carguen con su responsabilidad educativa, o los profes con la suya, que para eso están. Ellos son los de los mimos, los de los caprichos, aunque ello derive en la malcrianza. ¡Que ellos ya hicieron lo que había que hacer cuando fueron papis! ¡Coñe!

Que el nieto no ha comido y se muestra terco en probar el plato de espinacas, pues llega el “abuelo caramelo” le ofrece una gominola y asunto terminado.

Que el nieto está en plena rabieta porque no quiere hacer los deberes, pues llega el “abuelo caramelo” y saca de lo más profundo de su bolsillo un dulce que remedia la situación y lo convierte en el pacificador de las américas.

Las madres, en plena pelea para que el niño coma las lentejas, tiemblan:

-¡Cuidado marido, llegan los abus y ya sabes…¡barra libre!

Cuando aparecen hijos y nieto, en visita oficial, por la casa del “abuelo caramelo”, éste embutido en su chándal y pleno de energías tras hacerse media maratón y cincuenta largos en la piscina municipal -que el mercado laboral le expulsó demasiado pronto de la oficina- le ofrece regalos y chucherías como si acabara de llegar del otro extremo del mundo.

Cuando esto ocurre, hay un anciano que, sentado en la camilla, cabecea y mira la escena con cara de “ver para creer”. Es el padre del “abuelo caramelo” que a sus noventa y tantos años y tras hacer la guerra y sufrir la postguerra, no entiende nada de nada.

El anciano piensa que de tener energías le diría cuatro cosas a su hijo. O sea al “abuelo caramelo”. Pero termina por sumergirse en la modorra mañanera y en aislarse de un mundo que hace tiempo dejó de comprender.



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