Con buen acabado
(11/3/2012) Todo el mundo recuerda el inicio de “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez pero ¿cómo termina ese libro que enamoró en plena niñez a los que ya peinamos canas?. Vean: “Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿que más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?”.
Es por ello que me ha dado por buscar en las últimas hojas de los libros de mi biblioteca para rebañar en ellos los finales más sorprendentes y suculentos…para mí.
Ahí van algunos. Con su permiso.
“La ciudad de los prodigios” de Eduardo Mendoza tiene un final que me parece sugerente y profético: “Después la gente al hacer historia opinaba que en realidad el año en que Onofre Bouvila desapareció de Barcelona la ciudad había entrado en franca decadencia”.
“Los santos inocentes” de Miguel Delibes termina, como no podía ser de otra manera, en perfecta comunión con la naturaleza, contemplada por la más inocente de las miradas: “Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo, a la nada, milana bonita, milana bonita, repetía mecánicamente, y, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba”.
“Crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García Márquez concluye como empezó tras la muy literaria alternación narrativa que es toda la obra “Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina”.
Final tan brutal, truculento y sórdido como el de “La familia de Pascual Duarte”, de Camilo José Cela, hay pocos, pero ahí va para quienes se han sentido subyugados por “el tremendismo” literario que fundó esta novela: “La sangre corría como desbocada y me golpeó la cara. Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos.
La solté y salí huyendo. Choqué con mi mujer a la salida; se le apagó el candil. Cogí el campo y corrí, corrí sin descanso, durante horas enteras. El campo estaba fresco y una sensación como de alivio me corría las venas.
Podía respirar”.
“El desorden de tu nombre” de Juan José Millás termina, curiosamente, con las mismas palabras que forman el título de la obra, recurso que ha sido habitual en muchas obras literarias: “ Julio sonrió para sus adentros. Abrió el portal, entró en el ascensor, apretó el botón correspondiente, y entonces tuvo la absoluta seguridad de que cuando llegara al apartamento encontraría sobre su mesa de trabajo una novela manuscrita, completamente terminada, que llevaba por título El desorden de tu nombre”.
“Las ninfas”, esa novela iniciática de Francisco Umbral, acaba con el autor-protagonista esperando el tren que le llevará a la capital en busca de la libertad literaria que la ciudad provinciana no puede ofrecerle: “Una señora de pieles, sedas y lutos pasó delante de mí, tras el mozo de carretilla que le llevaba las maletas, y me dejó una estela de su perfume. El viejo, sabido e indeleble perfume de mi ciudad”.
“El nombre de la rosa” de Umberto Eco muere con un enigmático latín que, unido al enigma de su título, hace buena la idea del autor sobre que un título (y un final) “debe confundir las ideas, no regimentarlas”: “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quien, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”.
“Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, cuyo inicio se halla entre los más sugerentes de la literatura universal, finaliza con un párrafo no menos evocador dentro de ese mundo mítico que crea el autor: “Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o espejismos) seria arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
“Dublineses” (“Los muertos”), de James Joyce, espira de forma poética y apocalíptica, arrastrando una gran belleza: “Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos”.
Las últimas líneas de “Memorias de Adriano” de la belga Marguerite Yourcenar es una potente reflexión sobre la enfermedad y la muerte desde el más profundo lirismo “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.
“Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes incluye en su final todo un testamento de intenciones sobre lo que “el Manco de Lepanto” se propuso con su obra más universal. Veamos: “pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.”
“Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam, remata su prosa con un consejo para los estólidos (faltos de razón y discurso, estúpidos) que no nos vendría mal aplicarnos quinientos años después: “Así es que vosotros pasadlo bien, aplaudid, vivid, bebed, ¡oh, renombrados adeptos de la Estolidez!”.
“El tiempo entre costuras” de María Dueñas es otro claro ejemplo de final-título o de que los extremos se tocan, que diría alguien: “Al fin y al cabo, nos mantuvimos siempre en el envés de la historia, activamente invisibles en aquel tiempo que vivimos entre costuras”.
“El club Dumas” de Arturo Pérez Reverte concluye con una impactante sentencia: “Reía entre dientes, como un lobo cruel, cuando inclinó la cabeza para encender el único cigarrillo. Los libros gastan este tipo de bromas, se dijo. Y cada cual tiene el diablo que merece”.
También “El Buscón” de Don Francisco de Quevedo muestra ese caracter entre sentencioso y moralizante vigente en cualquier época, también en la nuestra: “Y fueme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.
“El satiricón” de Petronio no se anda por las ramas cuando trata de reflejar los horrores a los que conduce el hambre: “Cuando Numancia fue tomada por Escipión , aparecieron madres que tenían sobre su seno los cuerpos a medio devorar de sus propios hijos”.
Voltaire en su “Cándido” nos demostrará que ya que no podemos cambiar el mundo ¡ay!, al menos podemos hacer nuestra vida más cómoda por lo que concluye con un cortante: “Il faut cultiver notre jardin”. (Hay que cultivar nuestro jardín).
“Edipo Rey” de Sófloces nos advierte sobre lo peligroso de cantar victoria antes de tiempo: “No juzguéis, pues, dichoso a otro mortal alguno que no haya aún contemplado aquel último día en tanto no termine su vida sin dolor”.
“La Eneida” de Virgilio tiene como colofón una bella metáfora sobre la muerte : “ Esto diciendo, húndele, ciego de ira, la espada en el pecho; un frío de muerte desata los miembros de Turno, e indignado su espíritu, huye, lanzando un gemido, a la región de las sombras”.
“El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad es otro claro ejemplo de final versus título: “Yo levanté la cabeza. El mar estaba cubierto por una densa faja de nubes negras , y la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto… Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas”.
“Un mundo feliz” de Aldous Huxley funde la debacle de su punto final con el suicidio de Mr Salvaje: “Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújulas , los pies giraban hacia la derecha ; Norte, Nordeste, Este Sudeste, Sur, Sudsudoeste, ; después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos , giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este….”.
El enamorado final del “Ulises” ,de James Joyce, se me antoja una bella forma de pagar a quien haya logrado terminar obra tan compleja: “…y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí”.
Para pensadores irredentos les recomiendo la conclusión de “El gran Gatsby” de Scott Fitzgerald. Allá va: “Somos como barcos navegando contracorriente, devueltos constantemente al pasado”.
Y vale (que en el castellano de cuando el Quijote significaba: ¡Adios!).