Con viento fresco

el fresco

(20/06/2025) Aunque no tiene un origen lingüístico claro, la expresión “¡vete al fresco!” es, según la RAE, la forma más rotunda e inapelable de decirle a alguien que se vaya o que se calle. Si además se le añade la palabra “viento” y te sueltan eso de “¡vete con viento fresco!”, a la rotundidad de la orden habrá que añadirle la urgencia, pues el término “viento” lleva a la rapidez (correr como el viento) y por lo tanto a que te vayas antes de que las cosas se pongan peor, que se pondrán. Pero “el fresco”, ese lugar de tertulia y compadreo que aliviaba los calores del verano antes de la llegada de las pantallas, lejos de ser un castigo siempre fue lo más parecido al paraíso cuando llegaba la canícula y no había forma de pegar ojo.

 Sin aire acondicionado ni “caja tonta”, sin “un, dos, tres” al que responder otra vez, se cogía la silla de enea y en la puerta de casa se oficiaba la sagrada reunión nocturna a la que los vecinos iban llegando, uno tras otro, con fidelidad de comulgantes.

 Aquella vieja costumbre de “tomar el fresco” o “la fresca” que un alcalde sugirió que se añadiera a la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, ha sido noticia hace pocos días a raíz de una orden dada desde el poder para desalojar de la vía pública a unas abuelas que tomaban el fresco en un pueblo del sur. La reunión clandestina de abuelas “peligrosas” dándole a la lengua podía molestar a vecinos madrugadores que, enfrascados en seriales de televisión o en brazos de Morfeo, no estarían para ruidos ni chácharas de jubilados. Eso pensaron las autoridades.

 El ritual de sentarse al aire libre y, ya de paso, matar calor y soledad está, al parecer, entre los ocios peligrosos (como tocar el piano a deshora, las fiestas en los pisos, y otros que no me acuerdo) que provocan contaminación acústica e impiden el sueño.

 Y es que la palabra “fresco” nunca las tuvo todas consigo y lejos de sugerir el paraíso de la frescura se convirtió en lugar de castigo y destierro, en ese “¡vete al fresco!” que les dije. Esos condenados a irse al fresco o a marcharse con viento fresco, ya unidos en la clandestinidad (los expulsados, siempre terminan reuniéndose en conventículos) se convirtieron por obviedad lingüística en lo peor de lo peor: ellos en unos “frescos” y ellas en unas “frescas”.

- ¿Has visto cómo iba la hija de Facundo? -preguntaba fulano.

-Sí, ¡menuda fresca! -contestaba mengano.

 Y la hija de Facundo quedaba bautizada para los restos como una descarada y una sinvergüenza. Solo si era mujer robusta, sanota y de cierto desparpajo algunos misericordiosos (normalmente del género masculino) la tachaban de “frescachona”, que ya era otra cosa. Y si no que se lo digan a Ricardo de la Vega, dramaturgo español que escribió Pepa la frescachona o el colegial desenvuelto, sainete decimonónico tan admirable como divertido.

  Y es que por mucho que se hayan empeñado en calumniar lo “fresco” y la “frescura”, en su raíz germánica, que es de donde procede, significa “ágil”, “joven” y “atrevido”, que es como deben sentirse esas abuelas que, en un pueblo del sur, toman el fresco aun arriesgándose a que alguien les acuse de ser unas frescas.

 Abuelas que quieren reivindicar lo de “tomar el fresco”, recordando aquella infancia con refrescos que madre guardaba en la fresquera (otra palabra) antes de que la nevera llegara a sus casas.

 Infancia con Mirinda y otras bebidas refrescantes que alegraban nuestra vida: “Hola, estoy aquí, soy Mirinda, ¡te voy a refrescar!” bailaba una hermosa señorita (la chica Mirinda) contorneándose ante una botella de Mirinda y cantando “soy de naranja, soy Mirinda” en un anuncio que puede verse en Internet. Aquellas “chicas Mirinda” tan deseadas, ¡ay!, como un refresco en el desierto, se convertirían años después y en la ficción, en Mirindas asesinas, título del primer cortometraje de Alex de la Iglesia. Lo que nos confirma en lo que ya sabíamos: que hemos ido a peor.

 Y es que hay que desagraviar lo de “¡vete al fresco!” y lo de “¡vete con viento fresco!” con alternativas de ocio como ha hecho el ayuntamiento de Segovia que organiza un “Festival de las terrazas de los bares” -ya va por la decimoquinta edición- con el sugestivo nombre de Vete al fresco, idea que debería extenderse a otros consistorios, organizando, por ejemplo, tertulias en la calle, haya terraza o no. Y sugiero que, ya puestos, el concejal de cultura otorgue un premio (una botella de Mirinda, por ejemplo) a la reunión más numerosa o a aquella que desarrolle los temas más sugerentes, divertidos e incluso filosóficos. Tomar el fresco tiene que ganar un puesto en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la Unesco, al precio que sea. ¡Voy a por la silla!



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