La importancia de llamarse Ernesto
La lista es tan extensa que sería más fácil reflejar la de quienes optaron por llamarse por su nombre de pila (William Shakespeare o Miguel de Cervantes, por ejemplo), que el de quienes lo cambiaron al no sentirse a gusto con su denominación de origen.
Podríamos empezar por Gabriel Celaya, de quien hemos recordado su nacimiento el pasado mes de marzo (¡ya cien años!) y cuyo nombre era Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta Cendoya y que firmó sus obras como Rafael Múgica, en unos casos, como Juan de Receta, en otros, y como Gabriel Celaya, casi siempre. Que hay nombres y apellidos que dan mucho juego, ¿no les parece?
Y podríamos seguir con el autor de las aventuras de “Tom Sawyer” que fue un tal Samuel Langhorne Clemens que quiso firmar como Mark Twain que se traduce como “marca dos brazas” y responde a la expresión que los esclavos negros, allá en el Misisipi, utilizaban para indicar la profundidad mínima con la que podrían navegar los barcos. ¡Ya ven qué cosas! O sea que “Tom Sawyer” lo escribió un tal “Marca dos Brazas”. Pues bueno.
Pero la lista es tan larga como larga es la historia de la literatura universal. Sería pretencioso, además de aburrido, querer abarcar la nómina de tanto seudónimo y, aún más, la de los motivos que llevaron al cambio a sus protagonistas. Porque ¿qué impulsó a Gabriel Téllez para querer ser recordado como Tirso de Molina?; ¿qué movió a José Martínez Ruiz para desear ser Azorín?; ¿qué pasó por la cabeza de Neptalí Ricardo Reyes Basalto para firmar como Pablo Neruda? en qué estaba pensando Felipe Camino Galicia de la Rosa cuando decidió ser León Felipe? Nunca lo sabremos. ¿O sí?
Casos hay que parecen tener una explicación razonable, aunque son, por desgracia, los menos. Así, dicen que la señora Ceilia Böhl de Faber y Larrea quiso ser Fernán Caballero porque su madre –Francisca Larrea – firmaba como Corina. Ya ven. O que la poetisa chilena y premio nobel de literatura, Gabriela Mistral, que respondía por Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, lo hizo como homenaje a dos de sus poetas favoritos: el italiano Gabriele D´Annunzio y el francés Frédéric Mistral. Claro.
Hay seudónimos que guardan cierta relación con el nombre original o mantienen algo del mismo; así el mejicano Juan Rulfo mantuvo el “Juan” de su extenso nombre que era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno. Que algo es algo. Y el francés Guillaume Apollinaire conservó el apellido de su Wilhelm Apollinaire de Kostrowitsky. Tampoco el nicaragüense Rubén Darío se olvidó del Rubén que portaba su Rubén García Sarmiento. Ni el argentino Eugenio Cárdenas, del “Eugenio” de Acencio Eugenio Rodríguez. Ni el francés François Villon, que se llamaba François de Montcorbier, del « François ». Ni el español Gustavo Adolfo Bécker del ídem de su Gustavo Adolfo Domínguez Bastida…
Pero qué me dicen del americano Francis Kane que firmó como Harold Robbins; del argentino Arístides Gandolfi Herrero que hizo lo propio como Álvaro Yunque; del británico René Babrazón Raymond que quiso rubricar como James Hadley Chase; o el griego Andrea de Chirico que prefirió pasar a la posteridad como Alberto Sabino; o el italiano Secondo Tranquilli que optó por ser Ignacio Silote; o el suizo y más tarde nacionalizado francés Fréderic-Louis Sauser-Hall que deseó ser recordado como Blaise Cendrars; o el famoso autor de “Alicia en el País de las Maravillas”, que trocó su Charles Lutwidge Dodgson por el de Lewis Carroll; o el estadounidense John Griffith Chaney que fue y es Jack London; o el armenio Levón Aslani Thorosian – en ruso Lev Aslánovich Tarasov- que, olvidándose del armenio y del ruso, prefirió ser francés y llamarse Henry Triyat; o el famoso autor británico de “1984” Eric Arthur Blair que estampaba su firma como George Orwell; o, para terminar porque alguna vez habrá que hacerlo, el escritor y guitarrista argentino Héctor Roberto Chavero Aramburu que escogió el de Atahualpa Yupanqui (en quechua “el que viene de viejas tierras para decir algo”).
¡Qué me dicen!