“Una guirnalda de melancolía”
(10/7/2015) La melancolía, esa “facilidad para cavilar”, que dijo alguien, o ese “desmedro y descontento”, que añadió otro, inquieta a los hombres desde la noche de los tiempos, como puede comprobarse en la magnífica exposición “Tiempos de melancólica. Creación y desengaño en la España del siglo de Oro” que nos ofrece el Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
Tal vez la causa de esa “corrupción de la imaginación”, el motivo de esa “tristeza vaga y permanente”, sea difícil de encontrar, pero cada vez que vemos un documental sobre la deriva de los continentes o sobre los agujeros negros, aflora en nosotros el homo melancholicus que ha sobrevivido a neandertales y cromañones.
Los melancólicos de hoy y de siempre, esos “enfermos que piensan”, saben que aquí estamos de paso y que debemos ir pensando en abandonar la casa cualquier día.
“Tendremos que hallar otro planeta donde vivir porque el sol morirá” nos dice Victoria Meadows, profesora de la Universidad de Washingtom y especialista en poner remedios al apocalipsis que se avecina. Como si cambiar de casa fuera tarea fácil para quienes aún no hemos encontrado piso en la Tierra y nuestro apocalipsis más temido son los banqueros que llegan con la guadaña del desahucio.
Pero Meadows, como los profetas, tiene razón. Ese presentimiento de nuestra extinción como especie nos ha hecho melancólicos y ya no tenemos remedio.
También la conciencia de que somos un microcosmos, la certeza de que el universo está dentro se nosotros como asegura Neil Turok en su reciente obra Del cuanto al cosmos. Nosotros con nuestra materia oscura, con nuestra energía del vacío, con nuestra materia ordinaria, somos un universo con patas, un “mono desnudo” plagado de galaxias. ¿Cómo no ser melancólicos?
Y a esta melancolía, vieja como el mundo, no hay nada que la cure. Ni la piedra bezoar -gigantescos cálculos formados en el estómago de algunos animales-, ni las infusiones de eléboro negro -rosa de las nieves que te mataba o te curaba pero que sentaba bien a los melancólicos-, ni la música de cuerda -que armoniza el espíritu atormentado y convierte a los hombres en dulces y razonables- servirán de remedio, como antaño, a quienes tienen “solicitud sin causa” y “corrupción de la imaginación”, o sea a los melancólicos.
Tampoco remediará a los maníacos enfurecidos, a los hipocondríacos, a los supersticiosos, a los enamorados o a los poetas, todos contagiados de bilis negra, ese líquido maligno que infecta a los clarividentes, a los fértiles en imágenes, a quienes se abisman en visiones.
Los melancólicos, “fértiles en sueños”, creadores e iluminados, cuya clarividencia les empuja al augurio, a la profecía, se asoman imprudentes a la ventana del desastre, de la muerte.
Quotidie morimur -morimos a diario- pero algunos ven muy lejana la llegada de la parca y, melancólicos irredentos, se van o se quieren ir a los veintisiete, sin esperar a que el sol de la vida los engulla; se van a otro planeta dejando un “cadáver exquisito”.
Como los músicos del selecto y macabro Club 27: Kurt Cobain, Robert Johnson, Janis Joplen, Brian Jones, Jimi Hendrix, Amy Winehouse, Jim Morrison,… que cumplieron veintisiete y nos dijeron adiós, “au revoir”, “good bye”.
Ya lo decían los antiguos: el abandono a la melancolía está lleno de peligros pues el diablo merodea hasta meterse en el cuerpo del soñador, hostigando su oído izquierdo y hechizándole con visiones. Demonio de la acedía que con sus poderes lograba que el sol fuera más lento.
Pero los modernos ya no se dejan embaucar por antiguos demonios y se entregan al infierno del alcohol y de las drogas en un intento fallido de vencer o superar el tedio de la soledad, el fracaso del éxito, el ayuno de afectos, la infancia robada, la depresión…
En la tercera acepción que la Real Academia Española le dedica a la palabra melancolía dice que es bilis negra o atrabilis, un líquido maligno, como ya se dijo, pero también una metáfora de la tinta en la que tantos vates y letra-heridos mojan su pluma.
Oficio melancólico el del escritor pues el plumilla no deja de ser un hipocondríaco de la frase, un maníaco del estilo, un enamorado de los sueños, un espíritu atormentado, una víctima de la pena… Oigan a García Lorca:
“Que nosotros aquí de noche y día
haremos con la espina de la pena
una guirnalda de melancolía”.