Ubi bene, ibi ocius
(10/8/2015) No le gustaba dejar nada a la improvisación. Tampoco sus vacaciones de verano que, desde hacía demasiado tiempo, se habían convertido en un remedo de otras que le conducían, un agosto sí y otro también, a la frustración, al tedio y al agobio.
“Un mes de descanso es demasiado tiempo como para dejarlo a la improvisación. Hay que planificar el ocio y elegir el lugar adecuado”, se dijo.
Cogió lápiz y papel y como un estratega ante la batalla decisiva o un seleccionador deportivo ante una final de la champion league comenzó a sopesar las ventajas e inconvenientes de los destinos estivales. Tenía a su favor la experiencia acumulada durante tantos años y esta vez quería evitar errores y sumar aciertos.
En el descargo de lugares a evitar escribió en primer lugar aquellos que implicaban masificación y ruido excesivos hasta el punto de tener que pedir mil perdones en la playa -y a grito pelado si quería hacerse oír- cada vez que pisaba el pie de otro bañista cuando se salía del minúsculo espacio que marcaba su toalla; aquellos que suponían tener que deambular cual orate, castigado por un sol inclemente, para encontrar restaurante o bar de copas en los que aliviar sed y hambre.
Apuntó también los destinos que suponían un riesgo de quedarse en tierra debido a las mil huelgas que el personal de transporte solía hacer durante aquellos jornadas tan dadas a la protesta por quienes veían que sus sueldos menguaban mientras transportaban a otros hacia el paraíso (o eso creían). También los que suponían un riesgo excesivo de quedarse sin atención sanitaria si demandaba algún centro de salud. La anterior temporada había tanta gente esperando en urgencias -lo que era normal pues la población se multiplicaba por diez cuando llegaban los meses de verano- que optó por aguantar la otitis durante los cuatro días que le quedaban para el regreso.
Eludió, en fin, aquellos paisajes y paisanajes ya conocidos que lejos de aportarle el deseado descanso o “romper” con lo cotidiano, le sumergían en un estrés añadido que casaba con el aburrimiento.
Dio la vuelta a la hoja y comenzó a escribir los pros que esperaba encontrar en su viaje vacacional antes de reincorporarse a la rutina del trabajo.
El sosiego y el descanso, la ruptura con todo tipo de ansiedad y prisa, estaban entre sus principales preferencias, pero también el huir de sitios donde casi siempre se encontraba con alguno de sus vecinos, con “homos turisticus” vestidos de forma estrafalaria, “conguitos” de enormes barrigas; espacios tan masificados que era imposible darse a la reflexión que un buen descanso aporta.
Lugares donde no hubiera que pedir perdón a los camareros por querer comer o simplemente tomarse una caña con la que vencer la sed del agosto. Chiringuitos de playa donde no tuviera que dar constantes saltos, brazo en alto, -era de mediana estatura- para ser visto por camareros endiosados en su oficio a los que molestaba los pedigüeños y a los que había que dar mil gracias tras el servicio como si te hubieran salvado la vida.
Le gustaría que el lugar de sus nuevas vacaciones tuviera una oferta cultural añadida con museos a los que acudir, con actividades de ocio pensadas para el verano en las que la cultura tuviera también su protagonismo y que se alejaran un tanto de las repetitivas actividades del turista de excursión guiada por algún lugar del mapa.
Quería un destino donde sin necesitar guías turísticos que te conducen como ganado al abrevadero él pudiera disfrutar de un paisaje de ensueño, de una bella puesta de sol, de una charla distendida con sus habitantes, de un amanecer, de la lectura de un buen libro…Un lugar lo suficientemente lejano para poder aislarse de las noticias apocalípticas que parían los telediarios y de los agobios de las redes sociales y el whatsapp.
La montaña le tentaba, el encanto del senderismo por zonas llenas de maleza apenas holladas por los lugareños le cautivaba, pero la experiencia que tenía de cuando había refugiado sus vacaciones en ella era que todo se había “humanizado”, entendiendo por esta palabra que todo se hallaba perfectamente señalado, con indicaciones de distinto color que terminaban decidiendo por ti los distintos itinerarios, sin dejar nada a la sorpresa, y lo que era peor con enormes filas indias de “urbanitas” dispuestos también a llegar, al lago azul de la montaña, al punto que indicaban todas las flechas y que se adivinaba, al fin, tras la neblina, por el reguero de latas de cerveza y trozos de bocadillo que acumulaban sus orillas.
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Pasó el mes de sus vacaciones y con el mismo método y rigor que programó el lugar de destino, nuestro hombre se puso a valorar lo vivido para saber si, por fin, esta vez la elección había sido la correcta.
Y al hacerlo, sonrió ampliamente recordando la tranquilidad del lugar elegido, la exquisitez de la comida dada a su hora y sin colas, el buen servicio prestado en los bares que visitó para burlar el agosto, los hermosos amaneceres y puestas de sol contemplados desde tesos y altozanos, la rica experiencia de contemplar museos increíbles nunca visitados, el buen descanso sin extrañar la cama como le había ocurrido en tantos viajes, la comida y la siesta a su hora y sobre todo lo barato de aquel lugar de destino que tendría que recomendar a sus amigos.
Nunca pensó que solamente con apagar la televisión, la radio y el Smartphone, protegido por un buen libro, la ciudad en la que vivía albergara todos los paisajes, todos los museos y todos los placeres que debe darte un merecido descanso.