“Turisteo” versus viaje

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(30/9/2014) El nómada que fuimos y que permanece en lo más profundo de nuestras entretelas, aflora cada fin de semana para salir corriendo del piso a la búsqueda del paraíso perdido. Cogemos entonces la bolsa de viaje, la maleta de ruedas o la mochila vieja y salimos disparados a la casa rural, al pueblo de al lado o a la ciudad más próxima y que tanto nos recuerda a la nuestra, para simplemente estar en otro lado. Lo importante es salir.
Y no me refiero al éxodo masivo de cuando llega la canícula en busca de sol y de playa. No. Me refiero a la salida que nos urge a abandonar la casa cada fin de semana, haga frío o calor, para ir a ninguna parte o a cualquiera, que tanto da. Al paraíso que nos ofrece lo que pensamos distinto.
-Eres un “piernas” me dice el amigo cuando le cuento los avatares de mi fin de semana.
La cuestión es salir, moverse, vagamundear poniendo como escusa esa iglesia románica que tiene el pueblo vecino tan parecida a la del nuestro o esa exposición que debe estar muy bien porque lo han dicho en el telediario.
Es el turisteo de quien sale para ver otra cosa, hacerse la foto correspondiente y enviarla por el whatsApp para que todo el mundo se entere. Que no se trata de estar en un sitio sino de que sepan todos que hemos estado. Yo estuve allí.
Ahora que la editorial Páginas de Espuma lanza al mercado Viajar de Robert Louis Stevenson uno se extraña de que ya en el siglo XIX alguien tuviera la necesidad que nos atosiga y embarga un fin de semana sí y otro también. Aunque con diferencias, claro.
Esa “pasión por lo que hay más allá” es en nosotros maratoniana, grupal, acumulativa y exhibicionista -que los demás se enteren- mientras que en Stevenson y en aquellos viajeros decimonónicos era solitaria, reflexiva e intimista hasta el paladeo. Viaje como alimento del espíritu.
Nuestro viajar se convierte en un acumular experiencias de manera vertiginosa para contárselo de inmediato a quien no pudo salir pero espera su turno; mientras que el viajar de aquellos hombres y mujeres se basaba en el movimiento lento y en la reflexión. Pensar sobre lo visto y vivido para meditarlo después y para, una vez asimilado en la soledad de la distancia, escribirlo con el sosiego que daba la pluma ante el papel.
Nada que ver por tanto el viaje becerril y obligatorio de nuestros tiempos donde más que ir nos llevan a cualquier sitio a golpe de anuncio publicitario o de campaña del Inserso, con el viaje solitario y pensativo de otros tiempos, viajes andariegos con espacio para la reflexión y el asombro.
El portugués Fernando Pessoa de quien la editorial Acantilado acaba de publicar “Quaresma, descifrador” decía que “los viajes son los viajeros” y que en nuestras andanzas “vemos lo que somos”.
-¿Dónde te vas este fin de semana? –me pregunta el amigo que atribulado por no disponer de “moscoso” se ve obligado al sedentarismo.
-Me voy de crucero al “dieciséis”- le digo sin dudar.
Y se queda boquiabierto sin entender que aquí en mi casa, leeré un libro del siglo XVI y que esta es otra forma de viajar porque el pasado como el futuro es también distancia y por consiguiente un lugar de viaje, o de huida, “un enorme agujero que se abre en el crepúsculo que hay ante nuestro espíritu” que dijo también Stevenson.
Viaje al pasado que atesora una belleza ajena al paisaje actual pero evocadora, sugestiva, abstracta y singular que nos arrastra a tiempos preñados de sucesos, de historias, de leyendas, de mitos.
Viaje que demuestra que se puede ser nómada sin dejar de ser sedentario, sin verse obligado a huir de la propia realidad.
Porque el libro es un mundo y quienes no leen no sabrán nunca lo hermoso del viaje al mundo que abren sus páginas.
Tal y como se están poniendo las cosas entre los depredadores del tiempo de ocio que llamamos turistas haré, a partir de ahora, más viajes al pasado, al presente o al futuro en soporte papel o digital, que tanto monta.
Mientras lo hago no dejaré de pensar en las enormes caravanas del asfalto, en las colas interminables del museo y en las peleas para acceder a una mesa en el restaurante de la esquina tras la visita al castillo medieval de quienes turistean, en burro o en crucero, sin descanso.



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