Toro (Zamora)
(24/1/2008) Hoy me apetece escribir sobre Toro. Sobre esa vieja ciudad situada en el rincón más olvidado de la provincia más olvidada, que parece desperezarse tras un prolongado letargo de incuria y abandono.
Con el encanto y la humildad de una vieja ciudad castellana venida a menos, con la sonrisa tímida del pobre que nació en alta cuna, con el orgullo herido de quien ha visto relegado su importante protagonismo en antañonas decisiones. Toro sorprende por el rico patrimonio que atesora y, lo que es más importante, por el exquisito trato que otorga al visitante ocasional que se acerca a disfrutar de su rico legado artístico y de sus gentes.
Fuera de las rutas de los grandes centros turísticos, alejada de los grandes centros de decisión -cuando en ella se decidieron tantas cosas en la historia de España-, olvidada de dios y de los hombres, Toro esconde celosa su enorme potencial artístico y humano esperando paladares distintos, miradas nuevas y atrevidas, viajeros que gocen de la belleza recoleta que esconden otros paisajes, otros aires, de esos que apenas salen en los telediarios.
Sorprende por ello que quienes mandan y deciden, quienes apuestan por el legado histórico que atesora una de las comunidades con mayor riqueza patrimonial, no le hayan otorgado, a estas alturas del partido, ser sede de las Edades del Hombre o de cualquier otro evento. Méritos le sobran. Y no quiero hacer comparaciones pues el hacerlo siempre resultó enojoso.
Visité hace pocas fechas la ciudad y me alegró constatar que el turismo masivo y depredador que han sufrido y sufren otras geografías con más playas – que no con más encanto -, ha respetado de momento este emblemático lugar que baña el Duero.
Recuerdo su sorprendente y hermosa colegiata con una portada que enamora incluso al que se confiese lego en asuntos de arte; sus callejas salpicadas por doquier de iglesias mudéjares, sus arcos y puertas medievales; sus numerosos palacios, sus monasterios que eligieron reyes y reinas como lugar de vida y de enterramiento, como si allí ya se vislumbrara el paraíso o fuera su antesala.
Hoy quien tanto tuvo y quien tanto mereció languidece al socaire de políticas sectoriales que no ven más que población y votos, o de mercaderes sin escrúpulos que mandan los ahorros autóctonos a zonas más rentables. Que el dinero, ya lo dijo alguien, nunca supo de patrias.
Por eso hay que decirlo. Visiten Toro. Quedarán exhaustos de arte y de belleza. Borrachos de historia. Admirados al constatar que quien tuvo retuvo. Y Toro, ¡tuvo tanto!…
Verán una ciudad con distinción, con elegancia. Distinción y nobleza antigua que se lleva en la sangre y que corre a raudales por las venas pétreas de la que fuera capital de provincia hasta bien entrado el siglo XIX y que enamoró por igual a castellanos y portugueses que se disputaron con saña su dominio, su asiento y su disfrute.
Porque hay cosas con las que se nace, una clase que se hereda de antiguo, añeja como el buen vino de esa tierra. Y se nota. Lo notarán en el trato cálido y amigo con el que te regalan los guías de los distintos monumentos, en el cuidado y respetado mobiliario urbano, en la calidad de sus restaurantes donde te sientes un comensal respetado y mimado y no un mero turista al que sacar cuanto antes los euros que lleva encima.
Por eso permítanme decirles que cuando el cansancio les invada y en su estómago sientan el aguijón que da el toro del hambre, acudan a cualquiera de sus restaurantes. A cualquiera. Quien esto escribe acudió a uno que llevaba el sugestivo nombre de “Restaurante Alegría” y constató, al verse bien acompañado y mejor comido, que el nombre del local no era sólo un reclamo.
No se me mueran sin haber visitado Toro. Sería tan estúpido como hacerlo sin haber visto nunca un Goya o no haber oído la “ pequeña serenata nocturna” de Mozart. Por ejemplo.