Ruido, tanto ruido
(30/4/2015) Llegó un año más la Feria del Libro a la ciudad como llegaron las lluvias de abril y el sol de mayo al árbol seco y hendido por el rayo machadiano.
Y el gris de la acera se vistió de charcos y la llamada Cúpula del Milenio se llenó de editoriales donde aguerridos escritores vocearon sus productos y asaltaron a golpe de bolígrafo al mirón ocasional que sólo quería pasar de largo ante tanta oferta como se le venía encima. Como la lluvia.
Escritores, cada vez más alejados de la necesaria introspección que requiere el oficio, asaltaban bolígrafo en mano al tembloroso paseante mientras le resumían con rapidez de charlatán de feria las bondades de su obra y le amenazaban con una dedicatoria. “Y por el mismo precio se llevará usted mi dedicatoria”. Pasen, vean y compren.
Ya les comenté en un artículo anterior la presión que acumulan los escribas a la hora de vender sus libros. Que “un libro que no se promociona y no se vende, está muerto”, le dice el editor, para que el plumilla agarre por la solapa al viandante y le acerque al puesto y le susurre con voz profesional e inapelable “¡compre mi libro, hombre!”.
Hemos pasado del umbraliano “he venido a hablar de mi libro” al “he venido a vender mi libro”.
Y en este juego de urgencias lo que se lleva es la autoedición. El “yo me lo guiso, yo me lo como de Juan palomo” sin tener que esperar ni dar explicaciones a nadie.
Dicen, quienes dicen saber, que si algo es consustancial al oficio de escritor ese algo es la introspección, la mirada serena y reflexiva hacia sí mismo, la bajada a los pozos del alma, para sacar aquello que merece la pena ser dicho, escrito, contado…pero quienes dicen eso viven en otro siglo y no se han enterado de la fiesta. De la fiesta mediática.
Encuentros literarios en Málaga y Malagón, firma de libros en cualquier antro que reúna a más de dos cristianos, presencia en las redes sociales habidas y por haber, debates y presentaciones sin cuento ante quien sea y cuando sea, asistencia a prensa, radio y televisión, puesta a punto de la página web y del blog…no le permiten al plumilla el sosiego necesario para pensar para adentro, para vomitar interioridades, que eso es escribir.
El alcohol y la absenta que engrasaron las neuronas de la bohemia parisina en el pasado siglo (en la Prehistoria) se han mudado por un fenómeno que va con los tiempos: la presencia en cualquier foro, la huida de uno mismo, el subidón de adrenalina constante, la ansiedad que produce el no parar.
Si no estás en los medios, sino estás en las redes, si no te relacionas, si te paras…no existes, le dicen al escritor perezoso y amante del sosiego quienes bien le quieren. “En esto como en todo si no avanzas, retrocedes” le repiten por enésima vez.
Y se precipita, cobarde, hacia el micrófono, hacia la pantalla, hacia las ondas, hacia las modernas, estresantes y atormentadoras “flores del mal” baudelerianas.
Después de tanto “chute” mediático y presencial, ¿cómo encontrar tiempo y ganas para sentarse ante el folio en blanco?, ¿cómo alcanzar el grado de meditación e introversión necesarios para que acudan las dichosas musas?
“Hay demasiado ruido en Internet, sigue haciendo falta el papel como referencia, como sedimento sólido” clama Arturo Pérez Reverte en entrevista con Antonio Lucas. Y lo dice con gesto cansado, fatigado, exhausto por el esfuerzo que le supone promocionar “Hombres buenos”, su último trabajo. Hay demasiado ruido en Internet.
Y sueña, el escriba, con ser Bartleby el escribiente y gritarle al mundo que preferiría no hacerlo -I would prefer not to- o refugiarse cual Jerome David Salinger en el eremitorio del más saludable aislamiento y pasar de la vida y del mundo.
Porque tanto ruido, tanta presencia, tanto chalaneo, pueden conducirte hacia la locura.
El poeta Allen Ginsberg, que tantas veces se refugió en el LSD, nos previene en la frase inicial de su poema épico “Aullidos”:
“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”.
En esta feria de vanidades ruidosa, en esta civilización del espectáculo, se echan de menos la intimidad y el silencio; la timidez y la reflexión profunda.
Juan Rulfo solía responder a quienes le urgían a publicar más obra dado el éxito obtenido que después de “El llano en llamas” y “Pedro Páramo” ¿qué más hubiera podido decir? Y guardó silencio.
Habrá que aplicarse el cuento y contar sólo lo que merezca la pena ser contado. Más nueces y menos ruido.