Punto en boca

punto

(20/03/2023)  A cierta edad se visitan mucho los tanatorios. Y en ese trasiego incesante de casa al velatorio, donde te esperan los familiares del muerto, uno piensa mucho en lo que va a decir. Porque si hay un sitio proclive a meter la pata ese lugar es el tanatorio. También, aunque a mayor distancia, los bares de copas y las cenas de navidad con los compañeros de la oficina.

 Salirse del clásico “te acompaño en el sentimiento” para mostrar el dolor que nos embarga, puede resultar peligroso, cuando no mortal, en un lugar tan proclive a ello.

 Por eso mejor prepararse las preguntas y no hacerse el interesante. Mucho cuidado con eso de preguntar al viudo ¿cómo estás, Pepe? Si recibes un ¡cómo crees que voy a estar habiendo muerto mi mujer!, date por satisfecho. Ha omitido un improperio porque no era el lugar adecuado ni el momento oportuno. Pero casi.

 Tampoco te empeñes en preguntar por la edad del difunto para entrar en conversación. Más que en una charla te vas a meter en un berenjenal. Preguntar “¿qué edad tenía?” puede ocasionar lesiones en tu autoestima y conducirte a un callejón sin salida, porque si te dicen “ochenta y siete” -es un ejemplo- y respondes “¡qué joven!” alguien entre los presentes puede espetarte “¡oiga usted, que mi marido murió con sesenta y dos!”; y si, por aquello de probar otra respuesta, argumentas “bueno, ya ha vivido lo suficiente” alguien puede lanzarte un “¡perdone, a esa edad hoy todavía se es joven”. Y si se te ocurre filosofar que ochenta y siete ya es una edad provecta y que ha superado la media, corroborarás que te has metido en una pelea de gallos y que solo te queda sacar el pañuelo y echarte a llorar. Al fin y al cabo está en el lugar apropiado.

 Tampoco preguntes por otros familiares. Un amigo, hace algún tiempo, preguntó por la nuera del difunto a quien no veía desde hacía tiempo y le cayeron las del diluvio. “¡¡¡Mejor que no haya venido esa harpía, si no quiso tratarle en vida a qué venir ahora que ya no está!!!” -le lanzó una iracunda viuda.

 Así que lo mejor en un tanatorio es estar calladito y aplicarse aquello de “en boca cerrada no entran moscas”.

 Yo lo intento, aunque hay veces que me lanzo al ruedo sabiendo que no soy Manolete. Lo hago con una frase que encierra un comentario positivo sobre el muerto, una afirmación que no exige respuesta de nadie y que siempre me saca del apuro: “¡qué buena persona era!”. Aunque… aparquen lo de siempre… la última vez que proclamé las bondades del finado uno de los presentes me contrarió con un “también tenía lo suyo” que me dejó para los restos.

 Pero hay que ir al tanatorio. Y cada vez con más frecuencia, porque a cierta edad, como dice el escritor Leonardo Paduro, “el mundo que habitamos está más poblado de muertos que de vivos”.

 Hay que ir al tanatorio, repito, y hay que enfrentarse a los deudos armados con alguna frase consoladora y aséptica,… pero ¿cuál?

  Un vecino que sabe de mis aprietos a la hora de asistir a los pésames me ha propuesto que indague en los registros de la infancia, ese lugar donde se hallan tantas soluciones a los tormentos del vivir. Y me urge a que recuerde lo que le dijeron a la abuela cuando murió el abuelo. “¿No te acuerdas?”, -me regaña desde la ironía- la frase más oída en nuestra infancia era aquella de “ya dejó de sufrir el pobre”.

 Entonces me encaro con él y le digo que no. Que esos eran otros tiempos. Que en aquella época la vida era un valle de lágrimas, que vivían para trabajar y malcomer, que muchos morían sin socorro hospitalario, y que ahora, el que más y el que menos, ha hecho de la vida un valle de placer, un mundo edénico de playa y paella al que le llevan los del IMSERSO por cuatro perras y un salón de diversión en el que huye del sufrimiento como gato escaldado.

 No, tampoco vale el viejo consuelo de “ya dejó de sufrir”. En esta civilización del espectáculo en la que nos movemos, cualquier finado puede haber muerto de repente en un crucero, tras tomarse una copa con el capitán, mientras visitaba las islas griegas.

 Y no vaya usted con preguntas como “¿de qué ha muerto?” Hacerlo es ignorar que, según la estimación más baja, la octava causa de los decesos son los errores médicos, es hurgar en una herida reciente y mal cerrada y más en un tiempo tan crispado como el nuestro en el que se buscan culpables para todo tipo de tropiezos, la muerte entre ellos.

 O sea que ya sabe el guion: buenos días, apretón de manos, cara lastimera y punto en boca.



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