Pienso, luego…
(20/8/2008) Que pensar mucho nunca tuvo buena prensa es algo que puede constatarse a poco que se acuda a distintas hemerotecas o se relean los libros de la historia universal.
Los pensadores, los filósofos, siempre han tenido que soportar a más de los dolores de cabeza que les aportaba tanto pensamiento, la incomprensión de los distintos parroquianos que se encontraban a su paso. Todo el mundo recuerda aquella anécdota de Ortega y Gasset cuando fue presentado al torero Rafael Gómez “el Gallo” como el más eminente filósofo español del momento. Sorprendido el matador pidió que le explicaran en que consistía su profesión.
-”Los filósofos se dedican a pensar”- le respondieron. Y asombrado, el Gallo contestó: “Hay gente pa to”.
Y es que lo de pensar no ha entrado nunca dentro de las aspiraciones de la gente cabal y sensata y menos -pobres filósofos- el hacer de ello una profesión.
Basta aguzar el oído a la propia experiencia para constatar cómo cuando cuentas un problema, que te tiene lleno de pesares y de pensares, al más querido de los amigos, te arroja de inmediato la santa medicina:
-Anda, no le des más vueltas. No pienses más en ello.
Y es así como uno ha crecido convencido de las maldades del mucho pensar.
- A ti lo que te pasa es que te pasas todo el día dando vueltas al mismo asunto. Esos pensamientos van a arruinar tu vida- me decía mi madre cuando le lloraba mis desamores y congojas de adolescente.
Y así un día y otro día.
Pero de la gente pensante los que peor lo han tenido a lo largo de la historia han sido los librepensadores. Eso de pensar y de ir por libre les conducía de inmediato y sin necesidad de pasaporte a lo más tenebroso y profundo del infierno, que también en el averno hay muchas moradas, no vayan a creerse. Aquellos pervertidos librepensadores: Voltaire, Rousseau.., germen de las ideas revolucionarias francesas que basaban todas sus opiniones en la “diosa razón”, ocupaban el lugar merecido en el escalafón del tártaro y nos conminaban -según nos repetía el viejo profesor de historia- a buscar otras formas de ir por la vida. O sea a no pensar y menos a ir por libre que mira tú para lo que sirve.
Pero no hace falta ir a los enciclopedistas ni al revolucionario siglo XVIII para demostrar las maldades y perversiones del mucho pensar. A nada que miren y observen a su alrededor verán rostros arrugados que se cruzan con ustedes por la calle. Esas arrugas que demuestran una precoz vejez, esas “patas de gallo”, ese rictus que rompe la frente cual cicatriz de puñalada, no crean que se deben a ningún factor genético ni a los muchos años. No. Se deben lisa y llanamente al mucho pensar.
Beatriz Gómez Hermosilla, elegida reina de belleza en múltiples concursos y campeona de España en tiro con arco, así lo ha manifestado en unas recientes declaraciones: “Cuanto menos piensas, menos arrugas”.
Ya lo saben ustedes. El secreto de un cuerpo terso y de un rostro sin fisuras no está en martirizarse diariamente acudiendo a distintas clínicas de belleza o peregrinando por recónditos gimnasios hasta el amanecer sino en dedicarse al sencillo ejercicio de dejar de pensar.
La mente en blanco y que salga el sol por Antequera.
Porque como no dijo Descartes: “Pienso, luego…me arrugo”. ¡Vaya por Dios!