Mi burro y yo
(20/03/2017) Ahora que todo el mundo habla de Juan Ramón Jiménez y de la publicación, hace cien años, de su libro Platero y yo, me vienen a la memoria imágenes de infancia, de mi pueblo, que, como todos los pueblos, era entonces un hervidero de burros, mulas, perros, gallinas y gatos. Una auténtica animalada.
Lo primero que me sorprendió cuando leí el libro, allá en la escuela de mi pueblo, era que aquel burro tuviera nombre y que se llamara, precisamente, Platero.
Los burros que yo veía en mi pueblo, no tenían nombre, eran burros sin más. “¡Quieto, burro!”, ordenaba el labrador al animal que se mostraba inquieto cuando olía a la burra o cuando presentía las mieles de la paja.
Si aquel hombre hubiera dicho “¡Platero, quieto!”, nos hubiéramos muerto de risa. Y también el burro. Ese nombre hubiera dado que hablar en la taberna y el gracioso de turno que había en cada pueblo, hubiera sacado unas coplas para cantarlas en la esquina de la plaza, que siempre fue el mejor mentidero para reírse del vecino y provocar a las mozas.
Ni siquiera lo llamaban asno o pollino que era más fino. No. Burro y solo burro.
Los burros no tenían nombres. Las mulas, sí: “Castaña”, “Rubia”, “Catalana”, “Andaluza”…
Tampoco eran blandos y suaves como el algodón los burros de mi infancia. Eran duros y secos. Tan esmirriados, flacos y llenos de mataduras, que daba pena verlos. No era aquel país para viejos, como dice la película, y menos para burros blandos y suaves como el algodón.
Mi primo y yo, teníamos un juego de verano que hoy sería impracticable. Impracticable porque, primero, no hay burros en los pueblos y, segundo, porque hoy no habría padre, madre o vecino que lo permitiera. “Niño, no hagas esto”, “niño, no hagas lo otro”, son frases de ahora, pero no de entonces. Nuestras madres estaban demasiado ocupadas, las pobres, en ir a las tierras, hacer la comida, lavar en el río y remendarnos la ropa, como para ocuparse de minucias de muchachos. Y de los padres, ni les cuento.
Nos subíamos al burro en lo alto de una cuesta -repito que los burros no tenían nombre y menos el de Platero- y lo hostigábamos para que trotara hacia la era golpeándole con nuestro pies en la barriga (hoy tampoco lo hubiéramos podido hacer pues alguien nos acusaría de maltrato animal). “¡Arre, burro!” Sabíamos que en determinado punto de la cuesta, allí donde el trote se hacía más desacompasado y donde el animal barruntaba paja y cebada, iniciaría unos saltos asesinos, unos requiebros bárbaros que darían con nuestros huesos en el suelo. Lo sabíamos, y ¿qué?
Allí, derribados y muertos de risa, viendo como el burro galopaba hacia la era y pasaba de nosotros, nos levantábamos, recomponíamos el gesto, sacudíamos los pantalones remendados, mirábamos las rodillas por si había aparecido una magulladura que añadir a costras, postillas y cicatrices e iniciábamos la marcha hacia la era para coger el burro, traerlo de vuelta hacia la cuesta e iniciar el trote, los brincos y la caída quijotesca en el camino. Y así, hasta las tantas.
Dicen las crónicas de aquellos años y no mienten, que nunca nos rompimos hueso alguno. Y que gracias a aquellos gloriosos abrazos al suelo, aprendimos a caer y a levantarnos, que no era mal aprendizaje para lo que nos reservaba la vida cuando creciéramos.
Por eso, cuando don Manuel, el maestro, nos mandaba leer el maravilloso libro de Juan Ramón Jiménez, nos mirábamos sorprendidos, atónitos ante aquel animal blando y fofo que no hubiera resistido unas aguaderas sobre sus hombros, ni dar vueltas en la noria, ni el peso de dos o tres muchachos sobre su lomo.
“El burro grande, ande o no ande” decían los viejos, que entonces eran los sabios, a quienes se acercaban a la feria asnal en busca de burro. A nadie se le hubiera ocurrido decir “El burro pequeño, peludo y suave, ande o no ande…¡y sin huesos!” que era el burro Platero que leíamos en la escuela.
No estaban los tiempos para blanduras y menos para no llevar huesos.
Eran tiempos recios donde cada cual tenía una misión y donde los burros valían para diversos menesteres: llevar la comida a los segadores, arar acompañando a otro burro o a una mula, o a un caballo, trillar, llevar las aguaderas…y donde las burras, además de lo dicho, tenían que parir sin hacerse rogar para no tener que tener que decir aquello de “¿Qué tal?, …mal…¿por qué?… ni se muere la abuela, ni pare la burra”. Tiempos duros aquellos.
Cuando al tío Antolín se le ahogó la burra en el río, cerraron la casa, y se fueron a Barcelona.