La pizarra digital
(13/6/2007) He asistido a la presentación oficial de la pizarra digital en el Centro en el que trabajo.
Se trata de un recurso didáctico con unas posibilidades pedagógicas tan enormes que cualquier adjetivo que se le ponga queda, de seguro, pobre hasta la indigencia. Pero lo que me sorprendió a lo largo de la exposición -llevada con corrección y gran profesionalidad por un compañero especialista en nuevas tecnologías- no fue el arrastre casi mágico de todo tipo de textos e imágenes que parecían nadar en el magma hipnótico de la pantalla.
Tampoco las prestaciones y recursos ilimitados que cualquier docente puede tener a poco que sepa navegar por los buscadores temáticos de Internet.
Ni siquiera el programa “picasa” que te permite jugar con las formas y los colores rozando el dedo divino de la creación cual Capilla Sixtina…
Ni los viajes virtuales a cualquier lugar del globo – el gran cañón del Colorado, las Cataratas del Niágara, la Gran Muralla China….-, con sólo cabalgar a lomos de un caballo llamado google earth.
No.
Lo que me sorprendió de verdad hasta llevarme a las simas de la perplejidad y el desconcierto fue la convicción de que mis compañeros de curso, venidos muchos de ellos de una infancia de enciclopedia, pizarra y pizarrín, se quedaran estáticos ante lo que se les mostraba, inexpresivos ante el dedo encantado del ponente que arrojaba a su antojo imágenes salidas de no sé donde, o las agrandaba o las escondía en vete a saber qué parte. Como un tahúr, como un brujo.
Parecía como si toda su vida hubieran asistido a semejante milagro, a tamaña liturgia y que lo mostrado en la pantalla nada tenía de admirable, resultando cotidiano y previsible hasta el aburrimiento.
Inmersos en un mundo tecnológico del que dependemos a un golpe de TIC – que esas son las siglas que generan semejantes prodigios -, habituados a un mundo de cambios que apenas presta atención a un nuevo invento porque sabe que en la puerta espera otro con mayores prestaciones y ventajas, necesitaremos que alguien nos enseñe a sorprendernos cada mañana. Incluso habrá que contratar personas que – a imitación de los claqueros y reidores de los programas de la televisión – comiencen a jalear nuestras sorpresas cuando ya no sepamos como hacerlo.
Alguien que de vez en cuando nos susurre un ¡Ah! ¡Oh! ¡Bien! ¡Hurra! Y que, ya puestos, nos indique como acompañar con gestos olvidados los suspiros.
Como cuando éramos niños y existían las cajas de sorpresas.