La música callada
(27/2/2011) Acudo al Conservatorio de Música de la ciudad. Dos jóvenes al piano: Paula Lanuzo y David Mínguez de Pablos. Disfruto y me asombro a un tiempo.
Disfruto de la impecable ejecución de las distintas obras que cada cual nos ofrece
- David Mínguez interpreta con elegancia y maestría una obra de composición propia- y me asombro de que aún haya jóvenes, en los tiempos que corren, con capacidades y ganas para dedicarse a oficio tan exigente y esforzado.
- Niño…¿qué quieres ser de mayor?… ¡Futbolista!…¿Y tú?…¡bombero!…¿Y tú?…¡famoso!… – el profesor, que ya peina canas, se extraña ante tales respuestas. Cuando él era pequeño quería ser , como todos, ¡torero!
Pero músico., lo que se dice músico, no quiere, no ha querido ser nadie. O casi nadie. Que hay que ser muy disciplinado. Y además, glosando el título de una película de éxito, este “no es país para músicos”. Aunque haberlos “haylos” y algunos muy grandes. Como Gaspar Sanz. O como Albéniz. O como Falla. O como Joaquín Rodrigo. O como Antonio de Cabezón. O como Luis de Milán. O como Cristóbal de Morales. O como Arturo Dúo Vital. O como Roberto Gerhard. O como Ernesto Halffter. O como Paco de Lucía. O como Tomás Luis de Victoria que murió en 1611 hace ya cuatrocientos años y cuyo “Réquiem” es una de las más importantes obras de la polifonía mundial.
O como tantos otros…
Tomás Luis de Victoria, el polifonista más grande del siglo XVI, bien merece un homenaje en su patria, aunque como hay tanto que homenajear y tantas patrias, igual nadie se acuerda. Si esto ocurriera, habría que decir en descargo del abulense que a él, seguramente no le importará lo más mínimo. Ni fatuo, ni presuntuoso, Tomás Luis gustaba de pasar desapercibido, algo difícil de entender para nosotros inmersos como estamos en un mundo mediático, donde la mediocridad se pelea por salir a todas horas en la televisión.
Con una música de alta densidad puesta al servicio de la liturgia; con una espiritualidad dulce y patética a un tiempo; con una emotividad casi romántica que bucea en el misterio y que preludia un futuro ya barroco (donde nos encontraremos con Bach, con Vivaldi, con Haendel); la música de Tomás Luis de Victoria es como la de aquel músico de la catedral salmantina que tan bien glosara Fray Luis de León:
El aire se serena
Y viste de hermosura y luz no usada
Salinas, cuando suena
La música estremada,
Por vuestra sabia mano gobernada.
Estamos ante un genio poco conocido en su patria. Seguramente el más grande intérprete -junto con Pierluigi da Palestrina y Orlando di Lasso- de la música a capella del siglo XVI. Por ello, el cuarto centenario de su muerte debería servir para dar a conocer su obra. En este “no es país para músicos” no podemos ignorar a los pocos genios que la más misteriosa de las artes nos ha legado.
Y, ya de paso, que el centenario sirva para interpretar obras de altísima calidad que llevan 400 años esperando para ser gozadas.
Para muestra un botón. El Tenebrae factae sunt, del coro Matritium Cantat dirigido por Javier Blanco.
¡¡Va por ti, maestro!!
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