La manada digital
(20/09/2016) Las redes sociales, ese espejo de lo banal de nuestra existencia, esa manifestación narcisista e histérica de nuestra soledad, ese lugar común que magnifica lo insignificante y eleva cualquier perogrullada a frase célebre con tal de que se condimente con la suficiente provocación; las redes sociales, digo, se están convirtiendo en el erial de pensamiento único en el que muchos de nosotros pacemos cada día.
En ese prado digital que alimenta a la manada que se acerca a sus hierbas, ya nadie diferencia lo provechoso de lo estomagante, lo profundo de lo superficial, lo valioso de lo inútil, el trigo de la paja.
Contenidos breves, fugaces y banales que no resistirían el razonamiento de un niño, pululan por las redes como Pedro por su casa, esperando el “me gusta” halagador y convirtiendo en bestseller cualquier insignificancia. A esa fiesta de la insignificancia, que diría Milan Kundera, asistimos cada vez que abrimos nuestra cuenta dispuestos a ser, como alguien ha dicho, reses sociales.
“Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”, se quejaba Umberto Eco, consciente de que la Asociación para la Defensa de los Idiotas podría poner una demanda a su lenguaje políticamente incorrecto.
A las cuatro cabezas de la hidra de nuestra decadente sociedad, el inmediatismo, el superficialismo, el facilismo y el fragmentarismo, hay que añadirles otras tres, la rapidez del discurso, el triunfo de lo relativo y la urgencia de caer bien a todo el mundo.
Siete cabezas de la bestia que, tras parir discursos vacíos y hueros, contribuyen a crear sujetos borreguiles que reproducen lo que ven u oyen, en un corta y pega mental e infinito, incapaces de profundizar lo más mínimo en la realidad que los rodea.
Hay en nosotros una tendencia a caerle bien a todo el mundo, a esperar mimos de los otros, a buscar la sonrisa de toda la tribu, según confirman los más sesudos estudios de los investigadores de la Universidad Libre de Berlín.
En lo emocional seguimos siendo cavernícolas que han cambiado el garrote por un iphone.
Quizás sea este el momento de introducir lo que alguien ha llamado la tiranía del “me gusta”, ese gesto casi inconsciente que hacemos todos sobre frases, fotos o vídeos, sin pararnos a leer el mensaje que encierran o lo adecuado de su contenido. Le damos al “me gusta” y ya está.
Lo profundo no vende, señor filósofo, vende lo sencillo, lo desenfadado, lo que provoca y lo que entretiene. Y si no pregúnteselo al youtuber Germán Garmendia que ha colocado su libro “Chupaelperro” (ampliación del contenido de su cuenta en youtuber) en uno de los más vendidos en la Feria del Libro de Bogotá.
“Chupaelperro” simplemente hace lo que marcan las redes sociales: sobredimensionar lo insignificante para elevar cualquier nadería a la lista de los más vendidos.
Profetas hay que aconsejan a la manada sobre los peligros de ir a esos prados, de los riesgos de cruzar algunos ríos, de las adiciones que provoca la hiperconexión –inseguridad, estrés…-, de los peligros del pensamiento único, de la voracidad de los depredadores mercantiles que buscan nuestros datos…, pero son voces que predican en el desierto analógico, en territorios que ya pocos visitan.
Las “reses sociales” que somos todos, la gente de los pulgares móviles, preferimos pacer en los prados del dígito aunque anulen nuestra capacidad de concentración y de crítica, aunque nos conviertan en oportunidades publicitarias para quienes toman decisiones económicas a partir de nuestros “me gusta”.
El aplauso mudo de quienes tecleamos generosamente sobre la mano azul, es dinero tocante y sonante para las empresas que, gracias a las redes, se jactan de saber más de nosotros que nuestra propia familia.
Los cazadores del ciberespacio siguen el rastro que deja nuestra aprobación a fotos, actualizaciones de estado y comentarios a los amigos. Luego nos venden la moto.
La pantalla es un espejo. Y una mina.