Imposturas de libro
(10/12/2014) Toda novela es una mentira utilizada por el escritor para contarnos su verdad, lo que le convierte en un impostor que nos narra, mediante engaños, lo que él considera ser cierto. Para ello, para condimentar el fraude moja su pluma tanto en el tintero de la imaginación -esa loca de la casa que decía Santa Teresa- como en el de la cruda y sugerente realidad.
Por eso, cuando el escritor novela sobre los impostores es doblemente impostor.
Unas veces recurre a la ficción al no encontrar entre sus allegados y conocidos alguien que encarne al impostor protagonista de su obra (dificultad cada vez menor en un mundo globalizado e hipercomunicado donde todo ocurre o puede ocurrir). Así William Boyd se inventó un personaje de ficción, un artista inexistente llamado Nat Tate para que muchos visitaran sus exposiciones y pagaran hasta 9.000 euros por uno de “sus cuadros” titulado Puente Nº 114. El propósito era ridiculizar a tanto crédulo que asiste a las exposiciones sin más criterio que el nombre del artista en un mercado donde abundan el fetichismo y la impostura intelectual, y después contarlo en una novela “Nast Tate (1928-1960). El enigma de un artista americano”.
Pero la mayoría de las veces el escritor no necesita recurrir a su mundo imaginario, sino que le basta observar lo que ven sus ojos y contarlo. Eso es lo que ha hecho Javier Cercas novelando la vida de Enric Marco en “El impostor”, personaje real tan convencido de que su mentira era cierta que no dudaba en dar conferencias, asistir a eventos y escribir sobre su experiencia en un campo de concentración sin haber pisado ninguno.
O lo que hizo el escritor Romain Gary que empleó los seudónimos de Émile Ajar, Fosco Sinibaldi y Shatan Bogat en su abundante obra literaria. Gary ganó dos veces el prestigioso Premio Goncourt de las letras francesas, la segunda vez con el seudónimo de Émile Ajar, a la vez que logró burlarse de una crítica dogmática que calificaba su obra de trasnochada mientras exaltaba la de un tal Émile Ajar sin saber que se trataba del mismo autor: Romain Gary.
Hoy día, gracias a la inmersión mediática y al enredamiento digital los impostores se inventan a sí mismos, miran a su alrededor para convencerse que el mejor impostor es uno mismo y que de lo que se trata es de crearse un perfil que asombre y maraville a quienes nos siguen en las redes.
Antes, para cubrir el engaño se necesitaba contar con un gran coeficiente intelectual y aun así pocos se libraban de acabar con sus huesos en la cárcel. Entre estos, muchos recuerdan a Ferdinand Demara, alias “el gran impostor”, en cuya vida se basa la película El gran impostor protagonizada por Tony Curtis. Demara se hizo pasar por psicólogo, ingeniero, sherif, doctor, abogado, monje, editor, investigador de cáncer y maestro. Pero Demara además de tener una inteligencia superior tuvo que trabajarse sus mentiras y hacer de ello oficio.
Ahora cualquier listo que domine las redes sociales puede lograr que todo el mundo crea sus embustes. Hoy lo tiene más fácil. Internet ha hecho que aumente el rebaño digital y que abunden los impostores disfrazados de corderos. Desde que el medio es el mensaje y ese medio es la omnipresente pantalla que nos acompaña como la propia sombra, lo importante es la imagen, la foto, el perfil que nos creamos para engañar a todo el mundo. La labia. Lo dijo Quevedo en el Buscón: “es posible engrandecer las obras con las palabras, la verdad con la apariencia. Y no es dañoso”.
La noticia del joven que se ha hecho pasar por quien no era y que ha llenado los noticiarios y debates de las últimas semanas nos está hablando de una sociedad narcisista basada en las apariencias y en una exaltación enfermiza de la juventud donde resulta bastante fácil engañar a tanto crédulo.
El muchacho de ojos claros, el “pequeño Nicolás” tan traído y llevado por los medios de comunicación es un personaje listo, un pícaro, un Buscón de la era digital, que se ha inventado un personaje, él mismo, para demostrarnos lo fácil que resulta alcanzar las cimas del poder. Basta con dar la imagen -aspecto cuidado, buenos modales, joven- y ser atrevido. El resto lo hace la estulticia ajena.
Se ha hecho un selfie con los poderosos y se ha movido entre las bambalinas del poder como Pedro por su casa. Todo un ministro sin edad para serlo, parecerlo ni merecerlo como aquel Fray Gerundio de Campazas que “aún no sabía leer ni escribir y ya sabía predicar”.
Nada de ir a buscar fuera, nada de inventarse personajes para dar el camelo. Uno se basta y se sobra para que el mundo se crea nuestras patrañas.
En realidad toda vida se basa en mentir y mentirnos para ir tirando, para soportarnos en nuestra mediocridad existencial. Para ello, para esconder nuestra impostura, nos ponemos la máscara cada mañana. La máscara de la honorabilidad tras la que se esconde un impostor o un corrupto.