Félix Antonio González
(10/10/2009) La ciudad llora la muerte de uno de sus pintores: Félix Antonio González. Pintor de esencias que utilizaba como pocos el pincel y la palabra. Que con ésta también se pinta. ¡Vaya si se pinta!
No es de extrañar que ingresara en la Academia Castellana y Leonesa de la Poesía y ocupara la vacante de Francisco Pino, otro pintor de esencias. Como tampoco extraña que alguno de sus cuadros adornen la Biblioteca del Congreso de Washington.
Le conocí en una de las Ferias del Libro cuando se acercaba a la carpa para recibir un homenaje a su trayectoria. Desde la silla de ruedas en la que se hallaba postrado por la maldita enfermedad me saludó con el calor enorme y agradecido de su humanidad noble y sufriente.
Recibió el homenaje con la sencillez y sorpresa de quien piensa que tanto cariño y reconocimiento son excesivos. Yo, me dije, que, seguramente, eran tardíos. Pero él lo hubiera dicho de una manera más galante como dejó escrito en uno de aquellos artículos titulado La Misa de Don Marcelo y que se encuentra en su libro “Entre pan y bola. Vida articulada” (que recoge doscientos artículos publicados en El Norte de Castilla): “Valladolid le quería. Lo que ocurre que con su clásica torpeza para demostrar el cariño…”.
Pero algo hemos ganado. Antes los reconocimientos y los homenajes se hacían después de muerto y ahora se hacen cuando estás a punto de palmarla. Algo es algo.
Félix Antonio González fue periodista, poeta y pintor. Y seguramente muchas más cosas interesantes de esas que no recogen las biografías.
Félix, el hombre que llamándose Ansúrez o Corebo o Quijano o Argote elevó los ripios a la categoría de poesía. “Estoy contento porque no les hayan importado los ripios”, aseguró cuando supo de su ingreso en la academia poética. “Los ripios han sido para mí como Charlot para Chaplin” dejó también escrito.
Fernando del Paso Morante, el escritor mexicano autor de Noticias del Imperio, dijo en su momento que los ripios “son unos diminutos animalitos que viven en el fondo del mar de mi imaginación y que me ayudan a hacer versos”. Y a Félix le ayudaron. ¡Vaya que le ayudaron! Los premios poéticos que ganó en distintas latitudes -Cataluña, Andalucía- así lo demuestran y confirman. Y es que para hacer buenos ripios -esa gracia ingeniosa que lleva rima- hay que ser buen poeta. Y Félix Antonio lo era.
Además, en esto de los ripios ¿quién se atreve a tirar la primera piedra? Borges llegó a decir que el ripio era una condición del verso rimado y que aunque unos lo esconden bien y otros mal el ripio siempre está en dichos versos. ¿Y quien no ha hecho versos rimados alguna vez en su vida?
Pero Félix nunca pretendió esconder sus ripios. Al contrario con ellos contó la realidad de su tiempo y aunque sólo fuera por ello merecen figurar en toda una antología del costumbrismo del siglo XX.
El ripio en Félix cumplía un cometido didáctico que alguien, algún día, en vete a saber qué tesis doctoral, tendrá que estudiar a fondo y defender ante un tribunal de sabios. Miguel Delibes lo ha dejado claro al afirmar: “yo me sigo quedando con sus ripios tan celebrados por todos los vallisoletanos”.
Porque el ripio bien resuelto no es sólo la palabra o frase inútil o superflua que se emplea viciosamente con el sólo objeto de completar el verso -tal como lo define el diccionario- sino que es, más que nada, una pirueta del ingenio, una acrobacia de la mente, una cabriola del sentimiento, una rapsodia de la ocurrencia, una pasión en fin que eleva el verso a una dimensión nueva cargada de locura, viveza y gracia. Donde late la vida.