Fe de erratas
(10/2/2010) Son escurridizas como ratas. No me extraña que compartan tantas letras. Como ellas son inoportunas y voraces. Los escritores las tememos más que a un nublado.
De poco sirven las cansinas lecturas a que nos obliga el editor. De nada tanta dedicación al párrafo, a la línea, al punto. De nada.
De tanto repasar el texto te dejas vista y sueño y acabas odiando tu propio trabajo mientras piensas que total ¿para qué? si al final ocurrirá lo esperado, que la maldita errata aparecerá ante tus ojos, vivita y coleando, cuando, ya entre tus manos, abras el libro por cualquier página.
Recuerdo mi primera publicación de tema vallisoletano. “Valladolid con ojos distintos”. De nada sirvieron mis esforzados repasos de entonces. De poco el tiempo libre dedicado al asunto. El corrector gramatical del ordenador -estamos hablando de un ya lejano año 1999 y los “ordenatas” no eran como ahora- no entendió lo de “Cazador de la campaña del Rif” (uno de los jinetes del grupo escultórico “Los caballeros de Alcántara” de Mariano Benlliure y Gil, que embellece la entrada de la Academia de Caballería de la ciudad) y se quedó tan ancho poniendo “Cazador de la campaña del Rifle”. Lo malo -si algo peor podía pasar- es que a un autor que me citó más tarde no se le ocurrió mejor idea que copiar esta cita, por lo que la “Campaña del Rifle” debe ser uno de los acontecimientos históricos que ya se estudian en los libros de secundaria y que pronto, de no haber remedio, formará parte de la famosa Asociación Nacional del Rifle que preside Charlton Heston (gracias al google me he enterado que hubo una campaña del “rifle sanitario” impuesta por Estados Unidos y que consistía en sacrificar ganado para frenar la propagación de la fiebre aftosa; con lo cual el desatino puede alcanzar embrollos planetarios y hasta desencadenar una tercera guerra mundial).
¡Hasta 11 erratas llegué a contabilizar en aquel primer trabajo! Erratas que, por lo demás, no evitaron que el libro desapareciera de las librerías en menos de un año convirtiéndose en todo un éxito editorial. ¡Los hay con suerte!
Por no cansarles a ustedes pasaré por encima de las erratas habidas en mis otros libros y me centraré, si me lo permiten, en el último que publiqué sobre la ciudad y que lleva por título “Valladolid, la huella francesa. Rutas para el diálogo”.
Cuando tras múltiples repasos al original me las prometía muy felices con aquello de “esta vez no me pillarás maldita errata, todo está controlado”, un amigo, ya desaparecido, me llamó por teléfono al día siguiente de la presentación, indicándome que abriera el libro por determinada página. Cuando lo hube hecho, me lanzó un “¿ves la errata?” que me sentó como un mordisco en la yugular. Los hay -pensé mientras abría desganadamente el libro- que parecen divertirse yendo a la caza de la errata.
En la página había una fotografía que ocupaba todo su espacio con un escueto pie de foto, que yo leía y releía buscando el maldito desaguisado.
-No veo la errata – le respondí…
- Fíjate mejor -respondió sarcástico y seguro mi amigo tras el teléfono.
- Te juro que está bien, Manolo.
La foto en cuestión refleja unos leones pétreos que, sobre columnas, delimitan la jurisdicción universitaria. O eso debían haber representado (dicho sea de paso, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, la fachada de la universidad es el más bello ejemplo de estilo barroco que atesora la ciudad).
Mi amigo volvió a la carga:
-Fíjate bien. No son los leones de la universidad.
- Pues entonces ¿de dónde c… son? Exclamé como una escopeta y ya sin control…
- Son los leones de la Iglesia de San Pablo. Mira al fondo y comprobarás que lo que se adivina tras los árboles es la fachada del Palacio Real.
¡Pues sí que había que adivinar! Créanme si les digo que, ni aún diciéndomelo mi amigo, veía con claridad aquel espantoso trueque. Aquello me parecía más un juego al estilo de “¿Donde está Wally?”, sin que el maldito Wally apareciera por ninguna parte, que la búsqueda razonable de un error literario. Parecía una broma macabra.
Al final tuve que dar la razón a mi amigo. Era una “fotoerrata” como un camión.
En mi descargo quedó el que yo no había hecho ni elegido las fotografías del libro pero aún así me afectó como dicen que le afecta a cualquier padre el defecto de un hijo.
Y hasta me ocurre que esos libros, esos párrafos con algún desatino, me producen cierta ternura como dicen que también les pasa a los padres que tienen un hijo desvalido al que dedican más tiempo y ternura que a los sanos. El síndrome del padre del hijo pródigo.
¡Tendré que ir al psiquiatra!