Epitafios: la pedorreta existencial
(20/2/2013) El epitafio, ese microrrelato de los muertos escrito en libros de mármol, parece contener el mensaje desesperado de quien no ha dicho todo lo que tenía que decir y, con el agua al cuello, se desgañita para ser escuchado por la posteridad…
El epitafio es como un S.O.S lanzado por quien se sumerge en las oscuras aguas del olvido eterno y quiere –ingenuo- que le recuerden en un futuro inevitablemente amnésico.
A través de una lectura desapasionada y profunda de los epitafios uno puede conocer más cosas sobre el muerto que las que quiso que supiéramos mientras vivió. Ya ven.
Por eso, con los epitafios como tema, se podría escribir todo un tratado sobre la estupidez humana y su vano intento de perpetuarse. Una enciclopedia mastodóntica sobre la rabieta póstuma.
Porque, seamos sinceros, el epitafio es un exabrupto existencial, un parto hacia la muerte, un vano intento de romper el eterno silencio al que nos vemos abocados.
¿Qué pretende el epitafista? ¿Hacerse el cómico con un “perdone que no me levante” sin caer en la cuenta de que no hay nada más patético que un muerto haciéndose el gracioso? ¿O pretende perpetuarse con un vómito de sabiduría grabado en piedra?… Nunca lo sabremos.
El epitafio es una pedorreta, un desaire a lo Bukowski que puso en su lápida un “Don´t Try” para quien quisiera mirar. Un eructo a lo Arthur Conan Doyle que escribió: “Verdadero acero, hoja afilada”. Poco más.
Siempre me resultaron soportables los epitafios que buscan cierta complicidad con el espectador y se visten con el traje corto del ingenio y de la ironía, como el del Marqués de Sade “Si no viví más fue porque no me dio tiempo”, o el de Scott Fitzgerald “estuve borracho muchos años, después me morí”, o el de Molière “aquí yace Molière el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace muy bien”; o quizás el mejor de todos, el de Enrique Jardiel Poncela “si queréis los mejores elogios, moríos”. Epitafio este que tuvo como antepasado genial al de Diógenes que dijo aquello de “al morir échenme a los lobos. Ya estoy acostumbrado”.
Luego están los insoportables. Esos epitafios de quienes se doctoran en filosofía barata antes de palmarla. Creadores de un mensaje que se perpetuará y tendrá la trascendencia de una flatulencia lanzada por un alpinista solitario en la cumbre de una montaña. Vean.
“Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid su tumba, debajo de su tumba se ve el mar”; o John Keats que dejó escrito aquello de “aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua”. Pues qué bien.
En un punto y aparte figurarían los de aquellos que nunca tuvieron las cosas claras –como todos- y, ante la duda, se mueven sarcásticos entre el escepticismo y la ambivalencia. Como Miguel de Unamuno que dejó escrito “sólo le pido a Dios que tenga piedad de este alma de ateo”, o Miguel Delibes con su “espero que Cristo cumpla su palabra”.
Y los más. Esos que rebosan moralina y buen rollito por todos sus poros, como el de Kant “El cielo estrellado sobre mí, la ley moral en mí”, o el de Séneca “es más digno que los hombres aprendan a morir que a matar”, o el de Shakespeare “Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito el hombre que respete estas piedras, y maldito el que remueva mis huesos”, o Joseph Conrad: “El sueño tras el tormento, el puerto tras el mar tormentoso, la calma tras la contienda, la muerte tras la vida procuran gran placer”, o Lord Byron: “Cuando pases por la tumba donde mis cenizas se consumen, ¡oh!, humedece su polvo con una lágrima”, o…
Hay muchos más. Pero llegados a este punto uno cree que el mejor epitafio nunca escrito solo debería llevar un signo –que no una palabra- , un gigantesco signo de interrogación cerrado, a la espera de que alguien lo abra y desvele tanto sinsentido existencial. Tanta duda.
Sí. Un gigantesco “?”. Un lapidario signo –y nunca mejor dicho lo de lapidario- que recorra de Norte a Sur el frío mármol del finado y que ahorre letras, pensamientos y cavilaciones.
Porque, de qué sirve pedir perdón a quien no está dispuesto a otorgarlo o a quien le importa un comino. El “perdonen por mi polvo” de Dorothy Parker, o el “disculpa por no caerte bien, y disculpa también porque me importa muy poco” de autor anónimo, o el más arriba citado -“caballero, perdone que no me levante”- poco le importan al muerto y menos al vivo. Así de claro.