El suelo que pisamos
(30/09/2025) Los alcaldes, esos señores que nunca pisan la calle para no tener que dar explicaciones a sus vecinos, están cada vez más interesados por averiguar quiénes son los propietarios de la ciudad que gobiernan. Y es que las ciudades como los corazones son de quienes menos se sospecha, aunque casi todos suelen tener mucho dinero.
Pensarán ustedes que esto es una falacia, que la Gran Vía es de los madrileños y los Campos Elíseos de los parisinos. Pues no. O no del todo. Resulta que, para asombro de los franceses, tan chovinistas ellos, el 20% del terreno de la famosa avenida es propiedad de Qatar. O sea que una quinta parte de las fachadas del prestigioso bulevar que se extiende desde la Plaza de la Concordia hasta el Arco del Triunfo pertenece a familias cataríes. Como les digo. Y si esto pasa en la nación de “la grandeur et la gloire” imagínense lo que ocurrirá en el resto, Gran Vía incluida.
Tampoco los inmuebles más emblemáticos del Reino Unido (rascacielos Shard, almacenes de lujo Harrods, hotel Claridge´s …) pertenecen a los británicos, ni el Carmen San Agustín de Granada situado frente a la Alhambra (unos seis mil metros cuadrados) pertenece a los españoles. Son del emir de Qatar que no satisfecho con tanta propiedad pretende comprar una isla en el Mediterráneo por cada hijo que tenga, según se murmura en los mentideros.
Tras los equipos de futbol (a los que ya se llama “equipos-estado” por pertenecer a plutócratas que hacen temblar a los gobiernos), cuyos dueños suelen hallarse muy lejos de la hinchada local y de los vecinos, resulta que los espacios tampoco nos pertenecen. Y uno, que quisiera saber quién vive en el portal del que surge un reguero de grasa hasta llegar al contenedor de aceite para quejarse al alcalde, teme que el edil le conteste que el propietario reside en Indonesia y se encuentra navegando su ocio por el Índico. O peor: que el causante puede haber sido cualquiera de los turistas que se alojaron en el edificio -reconvertido en alquiler turístico- durante el verano y a saber dónde se encuentran ahora los trotamundos.
Las ciudades son cada vez menos de los vecinos y el alcalde lo sabe. Hay almas benditas que dicen que no, que pese al atropello urbanístico las ciudades son de quienes las pisan. Pero eso de pisarlas tampoco está muy claro pues hay quienes soportan cada mañana las invasiones que llegan del mar despojándoles de sus haberes más preciados: la tranquilidad y el sosiego. Alguno se ha opuesto a tales colonizadores con lo que ha podido, empujones, insultos, pistolas de agua, o retirándose al interior, a esa España vaciada que tira de cartera para repoblarse sin conseguirlo.
El hombre, ese animal político que vive en la ciudad porque fuera solo habitan los cíclopes y los bárbaros, según pensó Aristóteles, está maquinando ahora abandonarla para irse a vivir al campo.
La ciudad se nos hace cada vez más intransitable y el silencio, como el aire puro, es ya un artículo de lujo. La ciudad es cada vez más un gigantesco aparcamiento donde solo prosperan el desencanto, la indiferencia y la soledad.
Ya hace tiempo que la abandonaron los niños, esos locos bajitos que en tiempos lejanos poblaban sus espacios entre carreras y bullicio. Han desaparecido como si un nuevo flautista de Hamelin hubiera llegado a la villa durante la noche, o como si una ley no escrita les hubiera expulsado de las entrañas de la ciudad. Y tras los niños, los padres con el teletrabajo.
Pero llevar Internet a cuestas en busca de esa Arcadia feliz que es el campo es una quimera. Internet, esa ciudad global hecha a base de dígitos, está llena de navajeros que brotan de rincones oscuros prestos a darte de puñaladas. Internet es una inmensa ciudad bíblica, una nueva Babilonia.
Es un error oponer la ciudad al campo porque la vida urbana se lleva ahora a todas partes, tal como señala el sociólogo Juanma Agulles. La llevamos, como dije, en las pantallas que nos acompañan que pertenecen también, como las fachadas de nuestras ciudades, a los ricos del mundo que, hartos de que les digan que no entrarán en el Paraíso, han dejado el camello en “el ojo de la aguja” (que no era lo que pensábamos, sino una puerta muy pequeña de la muralla que se abría por la noche) y se han internado en la urbe dispuestos a quedarse con todos sus espacios. El Paraíso está a precio de saldo y no piensan regatear con sus dueños. No hay nada que se resista a su cartera. Tampoco “el cariño verdadero que ni se compra ni se vende” según cantábamos los ingenuos antes de que nos llegara el desengaño, antes de que comprobáramos que todo se compra y que nuestras ciudades siempre fueron de los piratas del mar a los que se han unido recientemente los plutócratas del ciberespacio.