El gallo de Asclepio

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(10/12/2023) No sé si continua la costumbre, pero antes, cuando éramos pobres y llegaba la Navidad, los niños le llevábamos un regalo al maestro.

“¡Anda hijo, llévale este gallo a don Manuel!”, ordenaba madre mientras introducía en la cesta de mimbre al gallo más altanero de nuestro corral.

Mi madre, que no había leído a los griegos, pero tenía una sabiduría ancestral, pronunciaba sin ella saberlo -ni yo tampoco- las últimas palabras que lanzó Sócrates antes de morir: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio, no te olvides de pagar esta deuda”.

 Asclepio (también llamado Esculapio) era para los griegos el dios de la medicina, el hijo de Apolo; y don Manuel era para mi madre el dios de la sabiduría, el maestro, el encargado de desasnar (así se decía entonces) a su hijo para que fuera un hombre de provecho.

 Y yo, con la timidez de quien se adentra por un camino inexplorado, lleno de rubor y vergüenza, arrastraba por el pueblo al malaventurado animal hacia el sacrificio, como dicen las crónicas que se arrastraba, en serón de esparto, a los antiguos ajusticiados.

 Doña Marujita, la mujer del maestro, abría la puerta de su casa y al verme tan corrido y colorado tomaba el regalo navideño y, caritativa, me daba las gracias con alguna prisa para que yo pudiera retornar al aire. Doña Marujita no era maestra, ni tenía título universitario alguno, pero en un feminismo igualitario, antes de que dichos términos llegaran hasta nosotros, todos la llamábamos “doña”, como al maestro. Que hay cosas que se han hecho desde antiguo sin que supiéramos entonces que nos adelantábamos a la modernidad.

No sé si continúa la costumbre de regalar algo a los maestros, pero en aquellos tiempos de posguerra y estraperlo, en aquellos años de “pasas más hambre que un maestro escuela”, más que un regalo era una obligación.

 Luego llegó el progreso y los maestros pudieron acceder a un sueldo digno (según un estudio de 2022 sobre los maestros mejor pagados del mundo, España ocupa el décimo quinto lugar) sin tener que depender de caridades ajenas, que lo primero es lo primero y antes que la caridad debe prevalecer la justicia.

 Pero lo de pagar poco a los maestros, la tacañería con los docentes, ha sido una costumbre incrustada en nuestra sociedad hasta hace cuatro días. Algunos dicen que esa mala costumbre viene, como casi todo, también de los griegos que creían que el amor al oficio era la principal fuerza educadora y no respetaban a los maestros que enseñaban por dinero corriendo tras la clientela y reclamando su paga. En la mentalidad aristocrática de los antiguos helenos aceptar un trabajo remunerado era propio de desarrapados.

 Y esa mentalidad llegó, como les dije, hasta las vísperas. De aquellos polvos, estos lodos.

 Quitando a Finlandia donde, según cuentan, ser maestro de primeras letras conlleva un gran prestigio social, hasta el punto de que los alumnos más dotados tratan de acceder a las escuelas de magisterio, en el resto seguimos andando a la greña con los maestros, ninguneándoles el sueldo y considerándolos los últimos en el escalafón educativo.

  Pienso en estas cosas mientras se acerca la Navidad y, como suele ocurrirme, me dan espasmos de nostalgia y ataques de melancolía.

  Volviendo a lo del gallo, no les he contado que, como era muchacho harto sensible al sacrificio animal -no soportaba, por ejemplo, la matanza del cerdo ni el desnucamiento de los conejos- me pasaba las navidades pensando en el pobre animal, al que había visto crecer desde pollito hasta lucir espolones y gallar a las pitas. Y en esa inocencia que acompaña a la niñez llegaba a creer que la Misa del Gallo era la de sus funerales, la constatación de su muerte ante todo el pueblo. Aquel espanto se prolongaba hasta la Semana Santa donde el gallo que cantaba antes de que Pedro negara tres veces a Cristo, era el mismo que yo había condenado a morir por Navidad y que milagrosamente habría sobrevivido a todas las liturgias.

 Cuando publiqué Niñez y castigo. Historia del castigo escolar le envié un ejemplar dedicado a don Manuel que vivía, ya jubilado, en Salamanca.

 Fue la manera de mostrar mi agradecimiento a quien un día lanzó estas cinco palabras a mis padres: “vuestro hijo vale para estudiar”.

 Palabras que, gallos aparte, me cambiaron la vida.



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