El dedo de ET

índice

(20/07/2024) Al Hombre de Vitruvio, ese atleta desnudo que nos ha representado -y acomplejado- a todos por sus envidiables proporciones desde el Renacimiento, le quedan cuatro días como modelo según profetizan los chamanes del futuro.

 Los entendidos en todo y en nada, esos que leen el porvenir, auguran unos cambios drásticos en nuestro esqueleto: un dedo índice excesivo, una barriga prominente y una miopía cercana a la ceguera, entre otros desastres.

 El pantallazo incesante al que nos vemos sometidos está llevando, dicen, a que las clínicas oftalmológicas coticen en bolsa con grandes beneficios. Aumento de la miopía, blefaritis, sequedad y fatiga ocular son, entre otros, los males que ya están aquí antes de que llegue la ceguera, que llegará, según amenazan los susodichos.

 Lo del índice monstruosamente largo e hipertrófico lo sabíamos desde que contemplamos boquiabiertos la Capilla Sixtina: Dios y el hombre, intentando tocarse sin conseguirlo, exigían un alargamiento del índice, y las pantallas lo han logrado y con creces. El hombre, armado de cualquier pantalla, toca por fin al dios de internet, aunque su dedo amorcillado termine pareciéndose al del extraterrestre ET señalando su casa.

 Entre el hombre y Dios había un vacío sospechoso e insoportable que había que llenar y nuestro móvil, que no deja de enredarnos en todas las redes mientras deslizamos convulsivamente el dedo hacia arriba y hacia abajo, nos está comiendo los ojos y nos arrastra hacia la ceguera.

 Los zombis que seremos ya se atisban en las salas de espera que tanto abundan. Enfrascados en los móviles, desplazando el índice cual fanáticos y con los ojos enrojecidos, esperamos la llamada que nunca llega.

 Ya nadie reivindica a los clásicos. El Discóbolo de Mirón o la Venus de Botticelli ya no serán referentes para nadie. Hombres y mujeres del futuro llevarán el equipaje adecuado para sobrevivir en la selva tecnológica: un índice agigantado, unos ojos de topo para no ver más que en lo oscuro, y unas orejas de pez.

 Fuera, en la superficie, todo serán prótesis. Gafas provistas de radares para no chocar con las farolas; auriculares para oír a todos los influencers, youtubers y streamers -las orejas ya no servirán más que para colgar pendientes o para ponerse pírsines-, y guantes de látex para proteger los dedos de la mano agarrotada y en especial al índice tan propenso a las artritis desde que se dedicó al scroll (desplazamiento) convulsivo, abandonando sus viejas y sabias costumbres.

 No es para tomárselo a broma. La revolución que se está iniciando ha acabado con las nobles costumbres de los dedos y en especial con las del índice. De poner el dedo en la llaga, de escarbar en la arena, de hacerse pistola para señalar al otro, de representarnos cuando pasaban lista o dibujar un corazón en la espalda, como cantó Sabina, el índice se habrá hipertrofiado por entonces y habrá delegado tan importantes misiones al dedo corazón, un dedo que, como diría Carlos Navarro Marzal, en su soberbio artículo Utilidad de los dedos, es “demasiado afectivo y, si se me permite, de exageradas propensiones anales: siempre al borde de hacer una peineta, de utilizarse en labores proctológicas”. Un dedo, digo yo, nada propenso a ser chupado como ocurre con el índice.

 Mano en forma de garra, un cráneo más espeso, codos flexionados permanentemente y un cuerpo encorvado provocado por el manejo excesivo de móviles, ordenadores y demás dispositivos, serán los rasgos distintivos que también acompañarán a los cíborgs que serán nuestros bisnietos.

 La Universidad australiana de Sunshine Coast reveló hace tiempo el hallazgo de un extraño fenómeno llamado “protuberancia occipital externa”, una carnosidad que se sitúa encima del cuello, en el mismo lugar donde se sostiene el peso del cráneo cuando bajamos la vista para mirar al celular. Al parecer la protuberancia está afectando en su mayoría a los jóvenes.

 En este contubernio de despropósitos físicos, que auguran los darvinistas en paro de la especie, nadie habla de lo que pasará con las nalgas, esas bolas carnosas tan sensibles al paso del tiempo. Nada dicen sobre si seguiremos soñando con poseer las nalgas del David de Miguel Ángel y de la Venus Calipigia (la diosa de las Bellas Nalgas), o si, como profetizan los más pesimistas, serán devoradas por las sillas que nos mantienen clavados ante la máquina. Si ellas también, ¡ay dolor!, necesitarán prótesis para seguir confirmando aquello que escribió Elena Poniatowska en Las siete cabritas: “las nalgas son el centro del universo”.



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