El camello y la aguja

camello

(30/07/2024) Desde que nos enteramos de que los ricos también lloran, somos muchos los que estamos dispuestos a poner un rico en nuestra mesa cuando llega la Navidad.

 No es para menos. Lo del camello, el rico y la aguja ha generado tanto remordimiento en el gremio de los adinerados que algunos han optado por el suicidio económico, buscando una salvación que se les ha puesto muy cuesta arriba desde los tiempos bíblicos.

Lean el santoral y comprueben cómo está lleno de ricos riquísimos que, arrepentidos de serlo, se despojaron hasta de su capa, lo vendieron todo y se lo dieron a los pobres.

 También en la literatura abundan los ricos que abandonaron palacios y oropeles para dedicarse al oficio de escritor que en ocasiones llevaba a la gloria, pero que, casi siempre, conducía al hambre. Leonora Carrington, sin ir más lejos, bajó, a lo Tenorio, del rico palacio de Crookhey Hall, a las cabañas del México donde murió, y León Tolstói, rico aristócrata ruso, se convirtió en un asceta, dejó en libertad a los numerosos esclavos que mantenía en su finca de Yásnaia Poliana y, abandonando mujer e hijos, se puso a morir a lo pobre en la estación ferroviaria de Astápovo.

  Bajar desde tan alto es algo que nunca se han planteado los escritores pobres como Juan Rulfo que con seis años supo que habían asesinado a su padre, que con diez vio morir a su madre y que en Los cuadernos olvidados escribió: “(En el orfanato) aprendí a comer poco o casi no comer. Aprendí también que lo que no se conoce no se ambiciona y que, al final de cuentas, la única y más grande riqueza que existe sobre la tierra es la tranquilidad”.

 Hoy los ricos arrepentidos de serlo siguen buscando esa riqueza “rulfiana” tan escasa y esquiva: la tranquilidad. Como Marlene Engelhorn, heredera multimillonaria, que ha clamado ante los medios de comunicación de medio mundo: “¡no quiero ser tan rica…he heredado una fortuna sin haber hecho nada por merecerlo!”. Esta joven austriaca, pancarta en ristre, muestra el lema con el que busca alcanzar la tranquilidad y tal vez el paraíso: “Tax the rich” (gravar a los ricos); porque según dice “si los políticos no hacen su trabajo y no redistribuyen la riqueza, tendré que hacerlo yo”.

 Pero, como siempre ocurre, los hay que, al no entender tanta generosidad, tanto desprendimiento, tanta largueza, se empeñan en sacarle punta al lápiz de la noticia:

- ¿Cuánto dices que ha heredado esa Marlene?

- Casi 4000 millones de euros.

- ¿Y cuánto dices que donará?

- Un 90%

Mi compañero de barra piensa y piensa, cuenta con los dedos, toma otro trago, lo saborea y lo lanza por el gaznate antes de responder:

-Con cuatrocientos millones yo también podría ser generoso…

  Luego hablamos del club de los veinticinco multimillonarios más filántropos del mundo, un club en el que nunca entraremos -y no por falta de generosidad-, y de Warren Buffet que es, según dice la revista Forbes, el millonario más filántropo en este 2024.

 Más difícil está el saber quiénes son los veinticincos indigentes más altruistas de la Tierra, aunque haberlos “aylos” como dicen de las brujas.  Entre ellos habría que contar con Dobri Dobrev, un mendigo búlgaro que viviendo de una pensión mensual de 95 dólares entregó al final de su vida unos cinco millones en donaciones. O, ¿por qué no?, con el mendigo que pedía a las puertas del supermercado londinense de Waitrose y que al comprobar que un cliente no disponía de libras para hacerse con un carrito, le prestó lo que acababa de recaudar. El cliente resultó ser el actor Tom Holland (Spiderman en el cine) que lo difundió por las redes.

 Pero no es de los bienaventurados pobres que alcanzarán misericordia de quienes estamos hablando en este artículo, sino de los ricos, de esos ricos que son dignos de lástima porque ya han recibido su recompensa y les espera lo peor, de esos ricos riquísimos que han visto las orejas al lobo y están saliendo del armario para mostrarse generosos.  Saben que tienen dinero suficiente para dárselo a quienes les dé la gana: al mayordomo, al jardinero o al brazo misionero de la Iglesia de Inglaterra como hizo aquel comerciante de esclavos, Edward Colston, allá por el siglo XVIII. Porque con lo que les quede siempre podrán comprar la tranquilidad, el poder y la gloria. Y, ya puestos, hacer que un camello pase por el “ojo de la aguja”, que no era lo que pensábamos, sino una puerta muy pequeña de la muralla de Jerusalén que solo se abría por la noche.



Los comentarios están cerrados.