De bodas y apariencias

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(20/09/2024) “No solo serlo, sino parecerlo”. Aquella lapidaria frase de Julio César referida a las veleidades de su esposa, que no solo tenía que ser honrada, sino que además tenía que parecerlo, trae de cabeza a los nuevos millonarios. Porque eso de tener tanta pasta y que te vean pisando el mismo suelo y oliendo el mismo aire que el resto de los mortales no mola.

 Hay que ser rico, pero sobre todo hay que parecerlo. Faltaría más. Hacer como Julio Iglesias que para hacerse con los bifes -suculentos filetes de vacuno- de un restaurante argentino manda su avión particular para comprarlos en Buenos Aires y comérselos en Brasil. Porque el dinero no es nada, pero mucho dinero ya es otra cosa.

 Y es que ya no basta con armarse de un sumergible y bajar a las profundidades abisales para contemplar el Titanic sin reparar en gastos ni en peligros, sino que hay que ir más allá, allí donde no llega ningún bolsillo salvo el de unos pocos.

 A ese plus ultra que marca la diferencia se entregan hombres como Jared Isaacman que acaba de llevar a cabo la primera excursión espacial privada; o Elon Musk que, a punto de convertirse en el primer billonario (un millón de millones) del mundo, está organizando viajes a Marte para el 2026.

 Mirar desde la altura que da el dinero a los pobres de siempre yendo como pollos sin cabeza de aquí para allá en ese absurdo pasatiempos que llamamos turismo, les resulta tan fascinante y cómico que sus carcajadas ya resuenan en las estrellas. Porque mientras ellos buscan lugares exclusivos, el resto, en un vano intento de imitarlos, nos entregamos a la compra convulsiva, a la velocidad ilimitada, a los viajes a ninguna parte de quien no sabe qué hacer salvo moverse.

 “El estiércol del diablo” -así llamaban los padres de la Iglesia al dinero- tiene la propiedad de convertir en asequible todo lo que toca y asegura el poder y la gloria. Y es bueno que los demás lo sepan.

 Dicen que el filósofo Wittgenstein renunció a una herencia millonaria porque consideraba que la riqueza y el pensamiento eran incompatibles, pero somos muchos los que no estamos muy seguros de esta filosofía, porque se necesita pensar mucho para saber qué hacer con tanta pasta y más para escapar del aburrimiento de tener la vida resuelta. Se necesita cavilar más de la cuenta para invertir en gastos y apariencias.

 Por eso los ultrarricos caen en excentricidades cada vez más sonadas. En extravagancias que van mucho más allá de coleccionar aviones o picassos: unos compran equipos de baloncesto -a ser posible de la NBA- como Steve Ballmer, otros invierten en propiedades con diseño de inspiración japonesa como Larry Ellison y otros se entretienen buscando extraterrestres como dicen hacía Paul Allen.

 Hace ya muchos años a uno de estos megamillonarios que respondía por William Randolph Hearst -Orson Welles lo inmortalizó en Ciudadano Kane-le dio por coleccionar arte español y se llevó a sus mansiones americanas el monasterio de Sacramenia (Segovia), el cenobio de Óvila en Trillo (Guadalajara), fragmentos del arruinado castillo de Benavente (Zamora), parte de la reja de la catedral de Valladolid y gran cantidad de artesonados, algunos mudéjares.

Así que dejémonos de jeremiadas y pensemos que las extravagancias de los multimillonarios de hoy, aun siendo tan extrañas a nuestros ojos, al menos respetan los bienes de interés cultural de cada cual y no ponen sus ojos, de momento, ni en la catedral de Burgos ni en la Alhambra de Granada. Menos mal.

 Los ricos de ahora, que pasan del coleccionismo y del arte, y no por falta de dinero, se dedican a cosas tan exclusivas como ir a los espacios siderales o a casar a sus hijos como dios manda. Mukesh Ambani, sin ir más lejos, aprovechando la desdeñable circunstancia de ser el hombre más rico de la India, ha regalado a su hijo y heredero -un tal Anant- una boda que, aparte de subirse de presupuesto -cien millones de dólares-, ha durado 134 días. Todo un logro en el mundo de las excentricidades que ha quedado convenientemente registrado y que permanece a la espera de que algún coleccionista de Records Guinness, con una fortuna digna del rey Midas, se plantee superarlo. Algo que ocurrirá antes o después, y si no al tiempo.

 No hay registros contrastados sobre cuál fue el menú en la boda de Anant Ambani, tampoco si Julio Iglesias fue invitado a la boda del año (perdón, de los 134 días) y menos sobre si el padre del novio mandó su avión particular a comprar bifes argentinos para complacer al español.



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