Cocinillas hasta en la sopa
(30/12/2015) Dicen los entendidos que nuestro origen como seres vivos está en el agua, en los tiempos en que el Tiktaalik salió por patas a darse un garbeo por la playa.
Pero los humanos no descendemos tanto del agua -que es incolora, inodora e insípida, según nos enseñaron en la escuela- como de la sopa oceánica. Del caldo primigenio que alumbró la vida.
Y nacer del caldo marino, aderezado con todo tipo de microorganismos, rayos cósmicos y microondas, tuvo y tiene sus consecuencias. Que haya cocineros hasta en la sopa, por ejemplo.
Orgullosos de su procedencia de los fondos abisales de cuando el big bang, se han convertido en dueños y señores del arte del puchero hasta convertirse en una pesadilla, en un viernes 13 de cuchara y tenedor. Pesadilla en la cocina.
-¿Qué quieres ser de mayor? Pregunta el abuelo omnipresente al pequeño de la casa.
-Cocinero, abuelo- responde la criatura que sueña con ser chef antes que futbolista, algo que no le extraña al abuelo que viene de un país que tuvo tantos Carpantas como conquistadores.
Y el abuelo recuerda entonces el “cocinero, cocinero” que cantaba el gran Antonio Molina, en los tiempos que la sopa, plato único, se consumía con una sola cuchara de palo que pasaba, por riguroso turno, entre los miembros de la familia. O el “cocidito madrileño” de Pepe Blanco que olía a hierbabuena y era la alegría de la madre y de la hermana.
País, éste, en el que el hambre por tener ha tenido hasta jurisdicción, tal como señaló Cervantes en el Quijote:
“Hermano, este día no es de aquellos sobre los que tiene jurisdicción el hambre. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, espumad una gallina o dos y buen provecho os hagan”.
Por eso a nadie extraña que el regalo más esperado en estas fechas por sobornadores y sobornados -en un país en el que das una patada a una piedra y te sale un corrupto- sea la cesta de Navidad. Ganarse al amigo o al enemigo por el estómago es práctica antigua y más cuando se viene del hambre ancestral e irredenta. “Mi querida España, ¿quién pasó tu hambre…cuando estabas seca?” nos cantó Cecilia “la grande”, antes de irse desde Zamora para formar parte del “Club de los 27”.
“Hay cocheros en Madrid que ganas 300 duros y cocineros que fundan mayorazgo: pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las Ciencias” escribió José Cadalso en una de sus “Cartas Marruecas”, para que nos fuéramos haciendo a la idea de lo que se estaba cocinando en el siglo de las luces. Y así hasta hoy.
¡Ahí están! Los héroes de todas las pantallas, los “indiana jones” de la nueva cultura, los fundadores de mayorazgo: los cocineros. Arrogantes como un príncipe, “estiraos” como un patriarca gitano.
Y con ellos la comida, imagen de un tiempo que se mueve entre el hambriento africano comido por las moscas y el concursante televisivo que devora hamburguesas hasta llegar al vómito con el fin de alcanzar el record Guinness. Que no es lo mismo comer que ser comido.
La osadía del experto en morcillas parece no tener fin y es tanta que, por llegar, llega a compararse con los genios. “El Mozart de los fogones” se autoproclama, sin sonrojo, cualquier entendido en fritangas televisivas, convencido de que Dios está entre sus pucheros como dijo la santa de Ávila.
En este contexto, no extraña que El Goncourt, el premio literario más importante de Francia, se anuncie en un restaurante y que, tras la sentencia, los diez miembros de la academia se encierren en su salón para, cual letrados epulones, dar cuenta del menú. Que hay que enseñar desde el ejemplo.
Algo que se ve normal en un país como Francia en el que Alejandro Dumas, autor del “Grand Dictionaire de Cuisine” dictaminó aquello de “sin tocino, imposible cocinar”, donde en un año cualquiera -pongamos el 2011- sus editores venden más de once millones de libros de cocina y donde se han inventado las “Estrellas Michelín” para premiar la calidad culinaria de los mesones.
Ya lo advirtió Groucho Marx cuando nos dijo que “Los grandes éxitos lo obtienen los libros de cocina, los volúmenes de teología, los manuales de cómo hacer y los refritos de la guerra civil”.
Nosotros, mientras tanto, hemos pasado del arroz con habichuelas y el cocidito madrileño de cuando “el futuro era muy oscuro trabajando en el carbón”, a la paleta blanca y al jamón de jabugo que nos ofrece el jefe en cestas opíparas para que callemos y miremos hacia otro lado.
Aunque algunos han pasado de la cesta suculenta al chalet en la sierra. Son los nuevos tiempos.
Pillarte con las manos en la masa ha dejado de ser una metáfora. Enciendan su televisor.