Cajón de edades

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(10/08/2025) Acaba de nacer y ya está en boca de muchos. Me refiero al término “sexalescencia”, creado por el doctor ecuatoriano Manuel Posso Zumárraga que intenta definir a aquellas personas de más de sesenta años que gozan la vida con un entusiasmo similar al de unos adolescentes.

 Las edades del hombre (y de la mujer) no dejan de aumentar. A los términos clásicos de infancia, madurez y vejez, que sirvieron para clasificarnos hasta hace cuatro días, se añadieron, en el pasado siglo, la pubertad, la adolescencia y la tercera edad. Pero esta división pronto se consideró insuficiente e inconclusa. Y así ha surgido el término “sexalescencia” para referirse a esa edad de difícil encaje entre la madurez y la vejez y que necesitaba de un nombre que diera cobijo a su existencia.

 No están claros en la definición, sin embargo, los límites de edad que enmarcan dicho término: ¿abarcará a quienes se hallan entre los sesenta y los setenta años? ¿incluirá a los que se jubilan con cincuenta y muchos años? ¿y qué hacemos con aquellos que con noventa y tres años trabajan como modelos en una pasarela (como es el caso de Andrés García-Carro, Carmen dell´Orefice  y Daphne Selfe)? No es fácil, no, poner fronteras a lo que puede definirse como un “sentirse joven sin serlo ni intentar aparentarlo” o también como un “sentirse viejo sin serlo, pero intentando aparentarlo” Muy complicado todo.

 Sabemos que hay jóvenes de veinte años que un día se levantaron de la cama como viejos y así han continuado el resto de su existencia. Y otros que nunca han abandonado la adolescencia, esa edad que según refiere el escritor Rafael Argullol en su Breviario de la Aurora “es una edad inexistente en las culturas sanas convertida en permanente por las enfermas”, y que ha dado lugar a uno de los relatos cortos de seis palabras que mejor definen las edades del hombre: “nacimiento, infancia, adolescencia, adolescencia, adolescencia, adolescencia, …”.

 La adolescencia ese periodo crítico para el desarrollo del cerebro y que tan bien se lleva con la bulimia digital (los adolescentes pasan más tiempo delante de las pantallas que con sus profesores) es la edad en la que nos hemos instalado y que nadie, por más que lluevan años, quiere abandonar. Y si además contamos con el hecho de que la adolescencia es una infancia malamente prolongada, como dice Luis Landero, las edades del hombre tendrán que cambiar el plural por el singular para convertirse en la edad del hombre: adolescencia, adolescencia, adolescencia, … Eterna adolescencia. Adolescencia, divino tesoro, ya no te irás para no volver …, declamamos, imitando aquella poesía de Rubén Darío.

 Con estos mimbres, ya nadie tendrá que preocuparse por el edadismo, esa tercera forma de discriminación tras el racismo y el machismo. Todos adolescentes y punto. La solidaridad intergeneracional se fortalece. Ha llegado una nueva manera de vivir la vejez, experimentando la vida con un entusiasmo y una audacia adolescentes, de sentirse joven y exprimirle el jugo a la vida hasta el final.

 Cuando inicié esta bitácora allá por el año 2007, me inventé un término al que nombré “madurezencia” y que vistos los resultados que da el tiempo no ha gozado de mucho éxito. Aquel “palabro” se refería a los hombres maduros (y subrayo lo de hombres) que adoptaban actitudes adolescentes en su forma de vestir y de relacionarse con los otros (y en especial con las mujeres). Incluso tuve el atrevimiento de inventarme un poema para describir el comportamiento de aquellas personas “trans-edad” que no encajaban en el reparto de lo esperable. Titulé aquel artículo Las edades y los días y aquí les pongo el enlace para quienes quieran juzgarme por haberme metido en el viejo oficio de hacer ripios.

 El término “sexalescencia” no tiene nada que ver con aquel que yo apuntaba hace casi veinte años.  En primer lugar, porque este incluye a hombres y mujeres y en segundo lugar por lo ya apuntado: el “sexalescente” al contrario que el “madurezente” no busca aparentar juventud, se lleva bien con las arrugas y no pretende mostrar una edad que no tiene.

 Dicho lo anterior habrá que dar cabida a las excepciones de tanta generalización, sin olvidar que algunos preferirán instalarse en la preadolescencia -el adolescente sufre demasiadas las hormonas, dicen- esa edad en la que abundan los amigos y los sueños y en la que, como señaló el escritor Julián Ayesta en Helena o el mar de verano vivimos “despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor”.



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