Achaques

(9/11/2007) Somos, por lo general, achacosos e hipocondríacos.
Salvando la edad dorada en la que se convive con los dioses del amor y de la salud –juventud divino tesoro- a nada  que te descuidas todo son jaquecas, próstata e infarto; y la compañera que te gusta en la oficina  te suelta de repente y a traición que padece de aerofagia… ¡vaya por Dios!
Los achacosos  nos damos a conocer, sobre todo, en la hora del café. Ese recreo de la mañana  -coitus interruptus de las actividades que nos hacen creernos importantes-  es el momento ideal para dar rienda suelta a los achaques que todos llevamos dentro.
Como tantas cosas en esta vida se comienza de una manera elemental y como de puntillas:
- Hoy he dormido mal, me dolía la cabeza  – te espeta la compañera tras el primer sorbo al descafeinado.
- Pues yo lo mismo.  Tres veces a mear…ya sabes…la próstata.. – sentencia él.
Y se termina a la brava, en lo que parece una competición salvaje:
-     Creo que me tendré que operar de varices…
-    Pues yo de seguro que tengo piedras en la vesícula…
Y así, hasta las necrológicas…
Como la desgracia  siempre tuvo su público, tras oír a los susodichos comienzan los compañeros próximos a desgranar todo un rosario de miserias nocturnas que revelan a las claras lo que todos sabemos desde hace tiempo pero que nos cuesta reconocerlo: que los cuerpos no son gloriosos.
En el café mañanero se halla, por consiguiente, la presentación en sociedad de los achaques…
Y esto, como se dijo, son sus inicios. Luego, con el tiempo, las cosas se van complicando y
los achaques se convierten en un cúmulo de realidades de quirófano. Arrímense a cualquier grupo de jóvenes septuagenarios y verán con qué pasión y gozo se enseñan -en reñida competencia- las cicatrices ganadas en las mil guerras habidas frente al cirujano. A esa edad los achaques ya se han materializado en heridas gloriosas y son enseñadas como medallas de guerra en una puja exhibicionista y carnicera.
-¿Que llevas cinco operaciones? ¡Pues yo más! ¡Mira!…
Hay excepciones honrosas en esto como en todo. Y si buscamos en algún lugar de la barra de la misma cafetería, siempre hay algún compañero que cuenta chistes verdes.
Suelen ser estos, enemigos acérrimos de los hipocondríacos a los que temen más que a un nublado.
- Ya está ese hablando de sus pústulas- comenta uno de  los chistosos.
- Es un hipocondríaco. Cuéntanos el último- tercia otro de los cómplices en escandaleras.
Y, entonces, la cafetería se divide en dos bandos. Cartagineses y romanos. Como siempre.
Unos leyendo el obituario de la prensa y sus desgracias, otros en su apartado de juerga y despelote.
Alguien podría pensar que estos amigos del jolgorio y de la parranda no padecen la hipocondría que soportamos ¡ay! el resto de los mortales. Craso error.
Ya se dijo que todos somos achacosos e hipocondríacos.
A nada que se hurgue en las vidas de estos juerguistas mañaneros la sorpresa que nos deparan suele ser de gran calibre y se llega a la conclusión de que, curiosamente, tras el sarao y la carcajada excesiva se hallan unos personajes  más hipocondríacos que los demás pero que refugian sus miedos en el chiste verde.
Esto lo he descubierto con el tiempo.
El que cuenta un chiste verde huye hacia adelante ante ese pavor que le ocasionan sus propios achaques. Que ya lo dijo el filósofo: eros o tánatos. Sexo o muerte.
A veces hasta la temática de sus chistes les delata:
- ¿Sabéis el del médico y la enfermera que….?
Pero no nos importan estas cobardías y debilidades. Al contrario. Huyendo de los propios achaques, somos muchos los que  nos refugiamos en los brazos abiertos de ese sacerdote que oficia magistralmente su chiste verde cada mañana.



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