Paladar y lectura
(28/2/2014) No es cierto. No es cierto que los pueblos tengan los gobernantes que se merecen. Aunque, a veces, demasiadas veces, lo parece.
Tampoco que tengan los escritores, los científicos o los profesores que se merecen. Aunque, a veces, también.
En el vergel o en el secarral anexo a cualquier patria surgen flores extrañas, raras, de las que nadie sabe cómo ni por qué han brotado. Extremófilas.
¿O es que alguien puede explicar por qué surgió en el XVII tanto artista en España, tanto sabio en pinceles y letras hasta el punto de ser llamado el siglo de Oro? ¿Por qué no en otro siglo?
¿O por qué en el siglo V antes de Cristo la belleza y el arte se encarnaron en la Grecia de Pericles para asombro del mundo? ¿Por qué no ahora?
¿Por qué la Argentina -sí, “La Argentina” como decía mi abuela- dio tanto escritor de raza en el pasado siglo? ¿Por qué?
¿Merecía la Argentina de peronismo y fútbol escritores de la talla de Cortázar, Borges, Ocampo, Walsh, Marechal, Sabato o Bioy?, ¿Merecía la España del pícaro y la decadencia escritores del talento de Cervantes, Lope, Góngora, Calderón o Quevedo? ¿Y la Rusia de los zares merecía a Chéjov, Dostoyevski, Lérmotov o Pushkin?
Y al revés, ¿merecían estos narradores talentosos el pueblo para el que tuvieron que escribir?
Las tesis doctorales se multiplican. Pero seguimos sin saberlo.
Me vienen estas reflexiones mientras escucho la “Marcha Egipcia” de Johann Strauss bajo la batuta de otro argentino universal: Daniel Barenboim. El argentino-judío-palestino director de la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente capaz de llevar su batuta y su armonía a las fronteras y a los muros del mundo para derribarlos. Las trompetas de Jericó se hacen carne en Barenboim.
No. No le pregunten a Barenboim cuál es su patria. No le incomoden con un “¿de dónde eres”. Barenboim es del país de la música y de la concordia. Del país de los puentes y de los lazos.
Que hay hombres demasiado grandes. Hombres cuya estatura rebasa patrias y fronteras. Como Barenboim, por ejemplo.
O como Cortázar “el grande”. Y no lo digo por su “uno noventa y tres” de estatura. No.
Pero si los pueblos no tienen los escritores que se merecen, ¿tendrán los escritores a los lectores que merece su pluma?
Porque hay escritores que buscan un tipo de lector para sus obras. Un lector propio que guste y saboree las mieles de su estilo. Lectores con un paladar exquisito.
Pero fabricar exquisiteces para gustar a unos pocos puede hundir el negocio, señor plumífero. Mejor democratizar el paladar. Que tu obra la saboreen todos, ¡hombre!
Hay que hacer lectores fiables que sepan distinguir el oro del oropel, dicen algunos.
Que cada cual lea lo que le venga en gana, añaden otros. Que no a todo el mundo tiene por qué gustarle el marisco. Los hay que adoran la tortilla de patata. O ambas cosas.
Ya sé que el escritor chileno Nicanor Parra lanzó una frase concisa que guillotina cualquier argumento culinario: “¿Best seller? La kk se come; tanta mosca no puede estar equivocada”. Y que el millonario número de lectores no es argumento para encumbrar la obra literaria de nadie.
Basar la excelencia literaria en el número de lectores es tan estúpido como valorar a un escritor por el número de novelas que ha publicado.
Malcolm Lowry, Harper Lee, Arundhati Roy, Oscar Wilde, Jerome David Salinger, John Kennedy Toole, Sylvia Plath, Boris Pasternak …, sólo escribieron una. Y ahí están.
Otros escriben cientos y no dejarán su huella en el paseo de la fama literaria.
“Si el número de obras fuera lo decisivo sería más importante Corín Tellado que Cervantes” argumentó en su día Ernesto Sabato.
Volviendo a lo culinario, y puestos a dar la vuelta a la tortilla en este país de cocineros, sólo resta decir que si los escritores no encuentran los lectores que merece su genio, muchos lectores tampoco encuentran al escritor que los redima de su angustia vital. De su parálisis existencial. De su “depre”.
Quizás en eso consista la vida, en la búsqueda constante de lo que nunca encontraremos.
Llegados a este punto y sabiendo que me estoy metiendo en camisas de once varas y en profundidades filosóficas que no domino, permitan que termine con una pregunta.
¿Podrá cualquier estómago saborear, cuando le venga en gana, el Ulises de Joyce y el Código Da Vinci de Dan Brown, sin que lo acribillen desde las academias literarias?
Que alguien me responda, por Dios.