Palabras en la frontera
(30/1/2013) Las últimas palabras pronunciadas por quienes han pasado a la historia por sus logros o por sus desafueros -que de todo hay- han estado siempre rodeadas de una morbosidad añadida por parte no sólo de sus seguidores sino del público en general. Es como si esas palabras encerraran una especie de testamento vital para quienes permanecían un rato más en el mundo, o tuvieran alguna fuerza y capacidad especial, dado el momento en que se pronunciaban, que las hiciera merecedoras de figurar en algún compendio sobre la sabiduría humana.
Se habla estos días, en el mundo de las letras, de Jane Austen por la sencilla razón de que hace 200 años se publicó su libro “orgullo y prejuicio”, una de esas obras consideradas esenciales en la literatura universal. Pues bien a propósito de Jane Austen muchos biógrafos resaltan, como se ha dicho anteriormente, las últimas palabras que pronunció cuando se hallaba en su lecho de muerte y que fueron, según aseguran, las siguientes: “No quiero nada más que la muerte”.
Último deseo que no compartirían otros autores que puestos a elegir, preferirían seguir en este mundo para disfrutar de algún que otro capricho no conseguido a su debido tiempo. Menéndez Pelayo por ejemplo, que dicen que pronunció como palabras postreras aquellas de: ¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer! “.
La obsesión por recoger las últimas voluntades debió ser algo tan obsesivo que Karl Marx sabedor de que su criada esperaba oír las últimas que salieran de sus labios, le gritó: “¡Vamos, fuera! ¡Las últimas palabras son para estúpidos que todavía no han hablado lo suficiente!”. Algo que también le ocurrió al autor de “La guerra de los mundos” H.G.Wells, que harto de ver a la última de sus esposas en plan “recoge-suspiros” la espetó para terminar su palabrería mundana: “Vete…Estoy bien”. Y muy bien, muy bien, no es que estuviera, visto lo visto, pero se quedó tan tranquilo. Tanto que expiró.
Y es que quienes pueblan la alcoba del que se está muriendo deben saber que corren ciertos riesgos. Los moribundos no están para bromas y quienes les escuchan tienen que estar dispuestos a aguantar el chaparrón que les puede caer encima. Que se lo digan sino a Henriette Petit, amiga del escritor Vicente Huidobro, que llorosa ante la próxima pérdida de su amigo tuvo que soportar todo un insulto “¡Cara de poto!” (¡cara de culo!). O al soldado con el que compartía trinchera, en la Gran Guerra, Saki, el cuentista inglés, que vio como al gritarle: “¡Apaga el maldito cigarro!” caía abatido por un tirador alemán, delatado ¡ay! por sus malos humos.
Pero la banalidad e insulsez de las últimas palabras debió ser lo más habitual hasta el punto que muchas no serían recogidas dado su escaso valor literario o filosófico. Que se lo pregunten a Henrik Ibsen autor de “Casa de Muñecas”, que al oír a su cuidadora responder a una visita que se encontraba mucho mejor, respondió lo más obvio “Al contrario”. Y luego, para demostrar su verdad, se murió.
Algo parecido le ocurrió a Lousie May Alcott, autora de la famosa “Mujercitas” a quien lo último que se le ocurrió decir al ver que no tenía la enfermedad que había llevado a su hermana a la muerte -la meningitis- fue lo que hubiéramos dicho usted o yo, que tampoco hay que esforzarse tanto cuando tan falto de fuerzas se halla uno: “ Entonces, ¿no es meningitis?”. E ídem de ídem a Emily Dickinson que le fallarían muchas cosas, pero no la vista cuando acertó a concluir su existencia con estas palabras: “…la niebla está subiendo.” Pues qué bien.
Como los diagnósticos certeros nunca fueron una especialidad médica, hubo quien se resistió a acudir a los galenos sabedores de aquella verdad que decía mi abuela “Hijo, son más los mandados (a la otra vida) que los llamados”. Esto le ocurrió a Emily Brontë, la autora de “Cumbres borrascosas” que se había negado a acudir a los matasanos pero que al final desistió, aunque demasiado tarde, pues solo pudo decir: “Si llamáis al doctor, ahora sí que estoy dispuesta a verle.” A lo que el “recoge-últimas palabras” respondería en buena lógica “a buenas horas mangas-verdes”. Pero las palabras que han respondido a las últimas palabras no han sido aún objeto de estudio.
La fobia al cuerpo médico ha sido más común de lo que a primera vista pudiera pensarse. Cuando no evitaban su llamada como mi abuela o la Brontë, le suplicaban que terminara con ese infierno llamado dolor; como Franz Kafka, que lleno de dolores, le dijo a su médico: “Mátame o de lo contrario serás un asesino”, lo que, como comprenderán, dejaba con muy poco margen de maniobras al pobre facultativo.
Pero qué vamos a pedir de quienes como Víctor Hugo, después de haber escrito obras como “Los miserables” se marchan de esta vida diciendo: “Veo una luz negra”.
Dejar las cosas claras, preguntar lo obvio o arreglar los últimos asuntos pendientes parece ser lo más habitual que dicen aquellos que están palmándola. Es el caso de Sócrates cuyas postreras palabras están muy lejos de la genialidad filosófica: “Crito, le prometí una gallina a Asclepio. ¿Te acordarás de pagarle?”. Ya ven, el padre de la filosofía universal preocupándose por unas gallinas.
Esto o conseguir algo hace tiempo deseado que, como es lógico, en momento tan trascendental no hay parienta que se atreva a negarle a su marido. Eso hizo, Anton Chejov, que como era médico no quiso pronunciar, por inútil, aquello de “médico, cúrate a ti mismo” y prefirió algo más rentable como era pedir a su mujer ese deseo reprimido que a uno le puede hacer feliz antes de expirar: “Hace mucho que no tomo champán”, dijo, tras beber a pequeños sorbos tan deliciosa bebida y como reprimiendo a quienes le habían negado “tanto tiempo” manjar tan exquisito. Aunque como a todo hay quien gane, alguno no se conformó con un sorbito de champán brindando por el nuevo mundo en el que iba a entrar. Dylan Thomas, poeta galés que murió borracho como una cuba -que es una de las mil maneras de morir- pronunció para la posteridad aquello de “Me he tomado dieciocho güisquis. Creo que es mi récord…”.
Otros, como J.W. von Goethe, se conformarían con menos, que tampoco se trata de pedir el oro y el moro aprovechando que estás muy malito. El famoso autor romántico creador del movimiento Sturm und Drang, pidió algo más modesto, aunque quizás más necesario para quien va a entrar en el reino de las tinieblas: “Abre la otra ventana… para que entre más luz”.
Pero a la hora de ser modestos en peticiones, la palma de vencedor se la lleva Lewis Carroll, autor de “Alicia en el país de las maravillas” que pidió algo tan sencillo como “Quíteme esta almohada. Ya no la necesito.” Y tanto.
En cualquier caso, lo lógico es pensar que en tan dramáticos momentos los genios de las letras no estarían para muchas creaciones literarias y que más que palabras emitiesen leves susurros tan inaudibles que han permitido que haya distintas versiones entre quienes les oyeron. De León Tolstoy, por ejemplo unos dicen que sus últimas palabras fueron: “Sobre la Tierra hay millones de hombres que sufren: ¿por qué estáis al cuidado de mí solo? “. Lo cual le da cierto empaque redentor al autor de “Guerra y Paz”. Pero otros biógrafos dicen que lo que en realidad pronunció fue “Incluso en el valle de las sombras de la muerte, dos y dos no hacen seis.” Que parece todo un disparate y que es más acorde con el estado mental de quien se está muriendo y delira.
Palabras banales como las de Margaret Mitchell, autora de “Lo que el viento se llevó” que tras saborear una naranja ofrecida por un alma caritativa en el lecho del dolor, le espetó: “Sabe muy mal”. Y se murió. Que Blancanieves tiene muchas lecturas.
Aunque quien se lleva el premio Guiness de la insulsez y vacuidad en tan dramáticos momentos es, a falta de investigaciones más profundas, Gabriele d’Annunzio que para quienes esperaban oír una genialidad para recordar el resto de sus vidas les espetó como conclusión de su novela vital un rotundo “Me aburro” que los dejó pasmados.
Y es que, visto lo visto, a uno le gustaría que sus últimas palabras fueran tan comunes y educadas como las de Lord Byron que tras unas fiebres recuperó la conciencia para decir: “Me voy a dormir. Buenas noches”. Porque eso es, al fin y al cabo, lo que uno le dice a la parienta cuando ella se queda viendo la última serie televisiva de la noche. Y qué mejor frase para concluir una existencia. Completada, por supuesto, con la que pronunció Fernando Pessoa antes de espicharla: “No sé qué me deparará el mañana”.
Y si la parienta, es un decir, apaga la tele y te dice que “quiere guerra”, siempre podrás decir lo que George Bernard Shaw, “quiero dormir”… Te das media vuelta y hasta nunca.