Leer a Zweig: Una obligación moral
(30/04/2017) Estoy leyendo Corazón tan blanco de Javier Marías, libro que cumple veinticinco años y trata con exquisitez literaria las relaciones de pareja, la novela cuyo protagonista, Juan Ranz, es traductor e intérprete; y mientras lo hago, pienso en cómo me gustaría leer en alemán Carta a una desconocida de Stefan Zweig, el autor que se suicidó hace setenta y cinco años, incapaz de soportar la hecatombe en la que se precipitaba aquella Europa.
Porque leer a un autor conociendo el alma de su idioma no es lo mismo que hacerlo desde la perspectiva de cualquier traductor, por profesional que sea, que los hay.
“Si no puedes leer a Shakespeare en inglés, no lo leas en español, no hay traducciones lo suficientemente buenas” dice el crítico literario Harold Bloom, que es lo mismo que decir el sumo sacerdote de los críticos.
No lean ustedes obras traducidas pues de alguna manera, siempre traicionan el mensaje del autor, viene a decirnos Bloom. Traduttore, traditore.
Lo cual está muy bien, señor Bloom, pero seguir sus consejos nos obligaría a saber todos los idiomas para leer a los clásicos o, al menos, las seis lenguas oficiales (inglés, francés, español, ruso, chino y árabe), algo que no está al alcance del común de los mortales, por lo que no nos queda más remedio que conformarnos con las obras traducidas. Traicionadas.
“La traducción nunca es una transcripción sino una metáfora. El poema traducido es otro poema” dijo en su día Octavio Paz y tenía, como casi siempre, razón.
Por eso, repito, me gustaría saber alemán para leer en ese idioma al autor que junto con Thomas Mann fue el más famoso escritor de entreguerras en lengua alemana, hasta que junto con su esposa se suicidó en Petrópolis, Brasil.
El hombre que soñó con la unidad de Europa y no pudo resistir su división a muerte, el hombre que defendió un mundo con matices, un mundo de grises, alejado del negro o blanco totalitario, el hombre que tuvo sus debilidades y contradicciones como todos nosotros, el hombre de exquisitos modales y prosa elegante ha sido llevado al cine por María Schrader en Stefan Zweig. Adiós a Europa.
“Hablad recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que me sumerja en la oscuridad”, dejó escrito Zweig, el europeo inteligente, humanista y culto que terminó sus días acorralado y perdido, cansado y desolado; el hombre que incapaz de soportar la negrura del abismo se tomó, junto con su esposa Lotte (Charlotte Elisabeth Altmann), el veneno liberador.
Leer a Zweig, aunque sea traducido, es una obligación moral para todos nosotros. Y tras su lectura clamar, como él, contra la peor de las pestes, contra el más sanguinario de los monstruos: “el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea”.
Ahora, cuando algunos pretenden resucitar al monstruo para volver a llevar al mundo a la locura y a la tormenta; ahora que los bárbaros de todos los “ismos” vuelven a acosar a la vieja y frágil Europa desde los más abyectos instintos, deberíamos volver a leer a Stefan Zweig. Leer, por ejemplo, El mundo de ayer: memorias de un europeo para empaparnos de civilización y cordura, de mesura y diálogo,
Zweig, el autor en alemán más leído en su momento, consideró a Europa y su cultura como su única patria. Una patria que era lugar de encuentro y no de diferencias, de acogida y no de exclusiones, donde señoreara la cultura que era y siempre debería ser “felicidad y libertad, la más valiosa de las posesiones de este mundo”.
Pero el sueño de Zweig corre peligro. Su idea de una Europa sin fronteras, sin pasaportes ni procedimientos burocráticos, hace aguas.
Europa y el Mundo están en llamas y viendo a quienes los gobiernan pareciera que hemos llamado a todos los pirómanos del mundo para apagar el incendio.
Los demás, callamos. Y quien calla otorga. Hacemos como Juan Ranz, el protagonista de Corazón tan blanco, que, consciente de los peligros de escuchar, prefería no saber.
“Me place más entender a los hombres que juzgarlos”, dijo Zweig.
Prefería llevar a la humanidad al sillón del psiquiatra antes que al banquillo de los acusados.
Luego, en Petrópolis, prefirió no saber.